Recién llego de la villa de Conyedo, de la ciudad de Marta, de la capital villaclareña, de la que también es mi ciudad, siempre enclavada entre dos ríos, el Bélico y el Cubanicay, protegida por su tamarindo legendario. Santa Clara, tierra de patriotas, de ilustres maestros, tierra de pilongos. Sigue el curso de la vida, de sus habitantes, siempre prefiriendo la calle a la acera, lo mismo en sus calles apacibles que en aquellas compartidas por alguna que otra guagua, autos, bicicletas, motos, bici-taxis y carretones de caballos, -los carretones remplazaron a los coches aunque la gente sigue llamando cocheros a sus conductores. Santa Clara, mucho más limpia de lo que puedan algunos imaginar, pero ambientalmente marcada por el estiércol de caballo y el insoportable olor a orine, en esas céntricas esquinas convertidas en parada de inicio y término de los guaguarretones. La ciudad, como rueda de una maquinaria humana, extiende sus dominios, asfalta sus calles –desgraciadamente no todas entran en el sorteo!, evoluciona, para bien y para mal, y por consiguiente, involuciona. Sueña con parques, hoteles, tiendas, las obras comienzan, y por uno y otros azares, se inscriben en el olvido, otras progresan lentamente, y otras se convierten en vergüenza de sus habitantes, o de muchos de sus habitantes. A otros les da igual. Prolifera la falta de civismo, el abandono, la falta de reflexión, el egoísmo. Digo egoísmo y me refiero a aquellos que piensan solo en su problema y participan en la depredación urbana de la ciudad. Nuevas tendencias en materiales y en formas de rehabilitación urbana no autorizadas traen consigo el fin de la armonía de sus fachadas. Lajas, mosaicos, ornamentos, molduras y la reconversión de salas en garajes tienen en jaque a las autoridades encargadas de velar por el cuidado del patrimonio. Los ríos siguen siendo eternos basureros de escombros, basureros alimentados por inescrupulosos vecinos, cañadas, arroyos y ríos siguen alimentando el curso de sus débiles aguas con el continuo desagüe albañal y del alcantarillado. Orgullosos de su equipo de pelota, identificado por el naranja, los santaclareños asisten, boquiabiertos, a la explosión “orange” diseminada por la ciudad. La circulación alrededor del parque sigue semi-abierta o semi-cerrada, como usted prefiera. Salvo para las fuerzas del orden, que se desplazan a su libre albedrío. Las librerías tienen poco que ofrecer a lectores exigentes, pero siempre habrá un motivo para entrar y husmear en los anaqueles de la Pepe Medina o tomar algo en el Café Literario. Los clubes nocturnos y las discotecas no se vacían de su habitual fauna. Otros preferirán asistir a las funciones del teatro La Caridad, de la sala Caturla, del museo de Artes Decorativas, de la Casa de la Ciudad casi en ruinas pero activa su salita de conciertos a la que se entra por el callejón de La Palma, al Mejunje ampliado con su galería, su sala de teatro y su taberna, o a Artes Escénicas. Los barrios alrededor del centro (evitaré ahora decir periféricos) continúan en su letargo. Capiro, Cerro Calvo y la Melchora vigilan desde sus modestas alturas el ir y venir de los pilongos, abrigados y con bufandas, porque el invierno se dejó sentir, con brumas mañaneras, aire cortante, y la perpetua humedad, calles desiertas al caer el sol y termómetros marcando 5°. Esta parrafada es un aperitivo, en el que olvido tragos, jugos y otras futilidades que como plato fuerte les presentaré próximamente. Mientras, les presento a la ciudad de Marta, a vista de gavilán…©cAc