domingo, 21 de diciembre de 2008

La Virgen del Camino* de Santa Clara (desmonte y reaparición)



Fue durante la estación de lluvias o acababa de pasar una tormenta tropical. No lo recuerdo bien. Todos los arroyos y cañadas crecieron y vertieron sus aguas en los escuálidos y sucios Bélico y Cubanicay. Un arroyuelo que alimenta al Cubanicay y apenas visible la mayor parte del año, se salió de su cauce y fue lavando piedras y sacando a flote y arrastrando todo lo que a su paso se interponía. Pero la corriente no le permitió arrastrar una mole blanca de velos y curvas. La crecida obligó a muchos a desviarse de su trayecto cotidiano. El cielo comenzaba a despejarse después de un temporal sostenido. La lluvia cesó de golpe, como es habitual, y la vida continuó su ritmo de antes. El paso sobre la cañada, que utilizaban los que iban a correr a la pista del Campo Sport, había desaparecido. Pero eso no fue obstáculo para los muchachos que saltando de piedra en piedra, no recularan ante el « desastre » y abrieran otro paso. Uno de ellos gritó que había descubierto una piedra de mármol y otro aseguró que habían otras piedras blancas. Hasta que uno de ellos comprendió que no eran ni piedras ni cantos sino partes de una estatua. Corrían los años 80. Los muchachos hicieron saber lo que habían descubierto y el rumor se expandió por toda Santa Clara. La crecida habia desenterrado la estatua de la Virgen del Camino, « depositada » allí luego de haber sido desmontada de su sitio original, en el curso del año 1959. No tengo idea del papeleo eclesiástico ni de la burocracia administrativa que hubo de llevar a cabo la estatua troceada para enmendarse y ocupar el sitio quer ocupa hoy en la Catedral de Santa Clara. En todo caso, no logró volver a la pequeña rotonda desde donde daba la bienvenida a todos los que entraban a Santa Clara viniendo por la carretera Central desde el occidente de la Isla.

La escultura en mármol de la Virgen del Camino estaba situada sobre un pedestal alto de dos metros en medio de una fuente octagonal solamente apoyado su centro a la base plana del conjunto, a la que se accedía por cuatro escalones de tres pasos cada uno. En la pequeña escalinata central, que daba al oeste, estaba situada una tarja con datos relativos a la fecha de instalación y a sus promotores. La Virgen miraba al Occidente, a su espalda la ciudad, a su derecha el viejo aeropuerto santaclareño y a la izquierda, el terreno en la esquina de la calle Venecia y la carretetra Central. Verdeando el monumento, cuatro modestos canteros. ©cAc-2008.
*Crónica que mezcla un hecho real de la historia contemporánea de Santa Clara y un poco de la imaginación del autor. 




La Virgen del Camino de Santa Clara


Fue durante la estación de lluvias o acababa de pasar una tormenta tropical. No lo recuerdo bien. Todos los arroyos y cañadas crecieron y vertieron sus aguas en los escuálidos y sucios Bélico y Cubanicay. Un arroyuelo que alimenta al Cubanicay y apenas visible la mayor parte del año, se salió de su cauce y fue lavando piedras y sacando a flote y arrastrando todo lo que a su paso se interponía. Pero la corriente no le permitió arrastrar una mole blanca de velos y curvas. La crecida obligó a muchos a desviarse de su trayecto cotidiano. El cielo comenzaba a despejarse después de un temporal sostenido. La lluvia cesó de golpe, como es habitual, y la vida continuó su ritmo de antes. El paso sobre la cañada, que utilizaban los que iban a correr a la pista del Campo Sport, había desaparecido. Pero eso no fue obstáculo para los muchachos que saltando de piedra en piedra, no recularon ante el « desastre » y abrieron otro paso. Uno de ellos gritó que había descubierto una piedra de mármol y otro aseguró que habían otras piedras blancas. Hasta que uno comprendió que no eran piedras ni cantos sino trozos de una estatua. Corrían los años 80. Los muchachos hicieron saber lo que habían descubierto y el rumor se expandió por toda Santa Clara. La crecida habia desenterrado la estatua de la Virgen del Camino, « depositada » allí luego de haber sido quitada de su sitio original, en los meses que siguieron a la toma del poder por la caravana revolucionaria. No tengo idea del papeleo eclesiástico ni de la burocracia administrativa que hubo de llevar a cabo la estatua troceada para enmendarse y ocupar el sitio quer ocupa en la Catedral de Santa Clara. En todo caso, no logró volver a la pequeña rotonda desde donde daba la bienvenida a todos los que entraban a Santa Clara viniendo por la carretera Central desde el occidente de la Isla. ©cAc-2008

jueves, 4 de diciembre de 2008

Barbara, Santa, calle y callejon

Desde que amanece diciembre cuatro, el rojo se distingue como color de la jornada. Un color ausente de distinción partidista, simplemente una elección hecha por devoción a Santa Bárbara, Changó o Shangó en el panteón yoruba de la Isla. En efecto, el rojo es el color de éste orisha mayor que es Dios del fuego, del rayo y de los truenos, y se le reconoce como Dios de la guerra y de los tambores, y por ello, patrón de los guerreros y también de las tempestades. Es un santo alegre, al que le gusta el baile, la música, y aunque representa buena cantidad de virtudes e imperfecciones humanas, se le atribuye virilidad y hermosura. Shangó disfruta al mentir, se jacta de ser quien es, ama la pelea y adora el juego. Tiene diversos atributos, el hacha de doble filo, el caballo, los cuernos del toro, el tambor batá, pero se le conoce sobretodo por la espada y la copa. En los sacrificios se le ofrecen gallos colorados y claros, pavos, carneros, toros y tortugas. Shangó es venerado en África, en Brasil y por una buena cantidad de cubanos.

Les muestro un altar y una pintura mural de Santa Bárbara, pertenecientes a la difunta Zoila Rosa Oliva, una de las más respetadas sacerdotisas que tuvo Santa Clara y cuya casa y capilla personal se mantienen en el barrio Condado de la ciudad del Bélico.

Shangó. Ilustración de Lawrence Zúñiga.


Benitero o pila para agua bendita en madera, trabajada en oro viejo con una imagen de Santa Bárbara (19cms de alto x 8 de ancho). Colección de beniteros del autor.


La calle de Santa Bárbara, que es callejón para los santaclareños, nace en la de Villuendas (antigua San José) y desciende suavemente al oeste hasta morir en la margen derecha del Bélico.

La esquina de Juan Bruno Zayas y Santa Bárbara, hace parte del pequeñísimo “barrio chino” de Santa Clara. Vean ustedes las cuatro esquinas en las siguientes dos fotos. A la izquierda, la casa de la familia De la Torre, cuya construcción data de la colonia. A pesar de sucesivas remodelaciones interiores, los muros exteriores no han sufrido transformaciones, aunque es evidente el deterioro de las ventanas y puertas-ventanas. Cruzando la calle, también a la izquierda, nos encontramos un vetusto inmueble colonial, que bien valdría una profunda transformación antes que desapareciera. El edificio, convertido en cuartería, está ocupado por diferentes familias cuyos intereses individuales priman ante el interés de recuperar un pedazo del patrimonio urbano. Frente al edificio colonial, un inmueble Art déco, que por ser más reciente y por su solidez constructiva, el tiempo y los caníbales del patrimonio no han podido ensañarse totalmente con él. Cierto, la humedad, la falta de mantenimiento, y la utilización de pinturas de mala calidad no han ayudado a sus muros. No obstante, las transformaciones son evidentes. Enrejados de cabillas en las ventanas de la planta alta, así como la transformación de las puertas de la planta baja, agreden su arquitectura. Un edificio superpoblado. La necesidad de solucionar problemas de espacio es una de las causas que provocan esas tristes transformaciones, cuando las familias que lo habitan, construyen entrepisos y barbacoas que no pasan inadvertidas para los que transitan por el lugar.
La otra esquina, fue un inmueble colonial que el tiempo y el abandono se encargaron de convertirlo en un célebre vertedero de los vecinos y de los pasantes. Triste final para lo que fue un típico edificio que pudiera testimoniar del pasado arquitectural de la ciudad.
De estas cuatro esquinas, y de su entorno, volveremos a comentar. Ahora, a ustedes de hacer el vuestro.  ©cAc

lunes, 1 de diciembre de 2008

El tercer edificio religioso de Gloriosa Santa Clara

Estando el obispo Gerónimo Valdés de visita en Gloriosa Santa Clara, a mitad de junio de 1707, concedió la licencia que permitiría la construcción de la ermita del Buenviaje. La ermita que promovieron Antonio Salgado, Domingo Quila, Francisco Moya, Manuel Antunes y Francisco Hurtado, fue el tercer edificio religioso levantado en Gloriosa, y bendecido en su apertura cuando comenzaba 1719 (*). El edificio original se construyó con pesados horcones cortados en las inmediaciones del villorrío, cubiertos de tablas de palma y como techo, pencas de guano. Así se mantuvo durante cuarenta y tres años, al cabo de los cuales fue reconstruido con mampostería y tejas. La reconstrucción que duró desde 1762 hasta 1765 contó con el vigor del Padre Conyedo que veló hasta que fue colocado el techo del templo.
Pasó más de una centuria, y durante ese tiempo, la ermita fue arruinándose casi hasta desaparecer. Templo y camposanto se mezclaron y ante la aparición de restos humanos antiguamente enterrados, religiosos y pueblo se preguntaron qué hacer sin mucha respuesta de las autoridades. La ermita pasó a cargo de los Pasionistas y con el entusiasmo y aporte de Marta Abreu, se abrió una puerta a la no destrucción del edificio. La ermita fue reconstruida y se edificó además, en el terreno anexo, el Convento de la Comunidad, obra que beneficiaba al barrio con un colegio y que mantenía un lugar de culto.
La ermita volvió a sufrir transformaciones para su mejoramiento y se convirtió en Nuestra Señora del Buenviaje.
La iglesia, que ocupa la esquina de la calle del Buenviaje y de la calle Unión, tiene su entrada por ésta última. Colindante a la iglesia, el Arzobispado de Santa Clara. ©cAc-2008

(*) Manuel Dionisio González, en Memoria Histórica de la Villa de Santa Clara y su jurisdicción. Edición de 1858. Villaclara. Imprenta del Siglo. Calle de San José N°18.

Dispensario "El Amparo"

Tiempo hacía que en el pensamiento de Marta Abreu rondaba la idea de crear un dispensario. Una noche decembrina de 1894, se encontraba reunido el “Cuerpo Médico” de la ciudad de Santa Clara y entre otros temas, surgió el de la necesidad de crear un dispensario donde pudiera tratarse a los enfermos sin recursos. Los doctores Rafael Tristá y Eugenio Cuesta, personalidades familiares a Marta, se contaban entre los presentes, y lo hicieron saber a la benefactora. Marta, deseosa de llevar adelante el proyecto, no vaciló ante la oportunidad y aprovechando una visita de Tristá a La Habana, le hizo saber que ella se encargaría de costear cuanto fuera necesario. El dispensario vio la luz y el cuerpo médico acordó honorablemente darle el nombre de la patricia, que enterada se negó a dicho honor, y propuso el nombre con el cual fue bautizado, “El Amparo”. El dispensario, dotado de equipamiento quirúrgico y la infraestructura necesaria, abrió sus puertas en la calle San José actual Villuendas. Una tarja fue desvelada en su inauguración, y decía:
“El Amparo, Dispensario para niños pobres instalado por la Sra. Doña Marta Abreu de Estévez: fundado y dirigido por el Cuerpo-Médico-Farmacéutico de esta Ciudad y sostenido por el I. Ayuntamiento y la Caridad pública. 1895”.
Si la fuerza ejecutora de Marta Abreu era como un torbellino que protegía a los pobres de su ciudad, no puede olvidarse a una figura que fue aliento y sostén en cada obra de Marta: el doctor Rafael Tristá, virtuoso santaclareño que fue el alma del quehacer cotidiano del dispensario. Tanto Marta como él tenían como divisa para su obra “todo por el desvalido”.

El dispensario se pierde en el recuerdo de las personas más ancianas que he contactado y que hubieran podido contarme historias desconocidas para mi. Desgraciadamente la memoria colectiva a veces flaquea y se pierde en los meandros del olvido. Me gustaría saber si todavía existe el mármol que recuerda al Dr.Tristá y su retrato, y que estaban colocados en el zócalo del edificio. El dispensario desapareció, mucho antes de lo que ustedes puedan pensar, en su lugar, se levanta hoy un edificio que alberga a la empresa telefónica, conocida como ETECSA (Empresa Telefónica de Cuba S. A.).©cAc-2008

jueves, 27 de noviembre de 2008

El segundo benefactor de Santa Clara. Hurtado de Mendoza

El segundo benefactor de Santa Clara.
Hurtado de Mendoza[1]
Ya Santa Clara beneficiaba de las virtudes de constructor del Padre Conyedo cuando nació en 1724 quien sería su discípulo. Corría octubre cuando a Don Juan Hurtado de Mendoza y a Doña María Veitía les nació un niño al que llamaron Francisco Antonio. Creció en el pueblo que aún no llegaba a ocupar todo los terrenos entre sus dos ríos y recibió instrucción primero en la villa y luego en la capital.
Mientras estudiaba en La Habana, quedó huérfano de padre. Los escasos recursos de Doña María Veitía no permitían que Francisco Antonio, casi terminando los estudios, abriera curato y obtuviera rentas. Tuvo su madre que hacer grandes sacrificios y pedir ayuda a parientes y a otras personas para que el hijo pudiera finalizar los estudios como sacerdote. En la universidad habanera de San Gerónimo obtuvo el grado de bachiller en Filosofía, poco antes de haber recibido las órdenes en diciembre de 1748. Entre 1748 y 1761, Hurtado de Mendoza  ejerció su ministerio en la parroquia. En 1761 fue nombrado cura beneficiado y como tal ejerció hasta 1769.
El Cabildo de Santa Clara, en esa década del 1760, comenzó la construcción del Hospital de San Lázaro, pero falto de recursos no pudo continuar la obra. El hospital, un asilo de caridad para socorrer a los enfermos y menesterosos, fue terminado en 1766 por la perseverancia del presbítero, la misma perseverancia con la que pudo recibirse como sacerdote.
Aunque siguió llamándosele Padre Hurtado, el sacerdote renunció a las órdenes en 1769. No obstante ésta renuncia, el presbítero no cesó de entregarse por entero a su pasión por la generosidad para la consecución de obras, y a su pasión por el magisterio.
Hurtado de Mendoza prestó toda su ayuda para que la ermita de la Pastora avanzara en su ejecución, pero no logró verla terminada, y sabiéndose enfermo, dos años antes de morir, fundó una capellanía y dejó un capital al sacerdote que de ella se encargara, así como obras de su propiedad para la futura nueva iglesia.
Apasionado de la enseñanza a ella dedicó todos sus esfuerzos y economías. En 1794, fundó la escuela para niños “Nuestra Señora de los Dolores”. El Padre Hurtado fue el gestor de la obra de instrucción y educativa de la escuela por la que pasaron y se formaron muchas generaciones de santaclareños, la “Escuela Pía”. El edificio, de grandes proporciones, lo edificó a sus espensas y a él consignó gran parte de sus rentas. Cuanto hizo, fue para que la escuela subsistiera y nada faltara. Programas de estudio, las reglas de orden interior, la manera de obtener fondos para su fomento, y el mantenimiento del edificio fueron una constante en la vida del institutor, que no perdió un minuto para su atención y cuidado.
Muy enfermo y casi en los albores de su partida, Hurtado de Mendoza continuó visitando el instituto que había fundado. El hombre, virtuoso por sus ideas progresistas de la instrucción, murió un día invernal de marzo de 1803, habiendo pedido antes de ser enterrado en la Parroquial Mayor. Legó una parte de sus bienes a su familia, libertó a sus esclavos, les dejó a cada uno de ellos, terreno para levantar sus casas, otra parte a la institución de enseñanza que había fundado y el resto al término de la Pastora y a su culto.
Poco se conoce de la perseverancia y piedad de este hombre sencillo, que se entregó en cuerpo y alma a su ministerio sacerdotal y al magisterio. Nuestra Señora de los Dolores, Escuela Pía de Santa Clara, que lleva hoy el nombre de su fundador[2], mantiene el principio de enseñar, adaptada a los cambios que a lo largo de 225 años de su creación ha visto desarrollar. Para honrar la memoria de Hurtado de Mendoza, nada más digno que inscribir su nombre junto al Padre Juan de Conyedo en el obelisco que el pueblo de Santa Clara les erigiera en 1886. ©cAc-2008


[1] Manuel Dionisio González. Memoria Histórica de la villa de Santa Clara y su jurisdicción. Villaclara. Imprenta del Siglo. Calle de San José N° 18. Año 1958. Págs. 427 a la 430.
[2] La Escuela Primaria Hurtado de Mendoza está situada en la esquina de las calles Independencia y Lorda.

Un párroco casi desconocido, Juan de Conyedo


Un párroco casi desconocido, Juan de Conyedo[1]


En octubre de 1687, nació y fue bautizado, en la villa de San Juan de los Remedios, un varón que nombraron Juan como el padre, apellidado Conyedo Martín, nacido en Asturias y de Juana Manuela Rodríguez de Arciniega, remediana. El niño junto a sus padres, dejó Remedios durante el verano de 1689, en aquel desplazamiento de unos cincuenta kilómetros tierra adentro y que terminó con la fundación de Gloriosa Santa Clara. Juan creció en el villorrio que nacía y allí comenzó su primera educación.
Siendo infante quedó huérfano de madre. El padre, luego de haber sobrevivido a los embates de la tormenta San Rafael mientras hacía la travesía de Remedios a La Habana el 24 de octubre de 1692, hizo y cumplió la promesa de servir a la Virgen en el santuario de Regla, para lo cual, construyó una nueva ermita, y cuartos para alojar a los peregrinos. Vivió como un ermitaño, dedicado a su obra, durante cincuenta y un años, hasta que murió en 1743[2].
Amparado por sus abuelos, cuyas partidas lo llevaron a una segunda orfandad, fue enviado por éstos a La Habana para seguir estudios eclesiásticos, pues la recién fundada villa de Gloriosa Santa Clara no contaba con medios ni instituciones para preparar a su juventud.
A los 25 años, el joven remediano volvió a su villa adoptiva como sacerdote y con grado de licenciado en estudios canónicos. Corría marzo de 1712. Una vez reinstalado en Gloriosa Santa Clara, Juan de Conyedo comienza su obra educativa. Sin tener en cuenta la diferencia de sexo, agrupó en una sola clase de primaria a todos los niños y niñas de la villa y consagró buena parte de su tiempo a la instrucción de los mismos. Dos meses más tarde fue designado sacristán mayor interino de la Iglesia Parroquial. En 1717, fue convertido en teniente cura de la Parroquial. Si el tiempo era corto para su ministerio, no lo era para continuar su trabajo de instrucción a los hijos de familias desfavorecidas. Nuevos cargos y ocupaciones hubo de ocupar el sacerdote Juan, y en 1718 además de cura rector, lo hicieron Juez Eclesiástico, sucediendo al presbítero José Suárez. Juan de Conyedo comenzó a ser reconocido como el Padre Conyedo. Delegó su obra de magisterio a Pedro José Jaramillo, notario público del juzgado eclesiástico, sin dejar de poner atención en la educación de la juventud de la villa.
De sus propios medios, el cura decidió en 1717, mejorar el primitivo edificio de la ermita de la Candelaria, cuyas paredes eran de tablas y su techo de paja. Las obras, supervisadas por él mismo, comenzaron en 1718 y la nueva ermita, ahora con sus paredes de mampostería y sus techos en teja criolla, se convirtió en Nuestra Señora de la Candelaria. La idea que primaba en Conyedo, era destinar la ermita a convento, para lo cual invirtió sus ahorros en comprar una casa y un solar colindantes con la ermita. Estableció allí, en 1724, un hospital de caridad que nombró Nuestra Señora de las Angustias, y que fuera el primer hospital de Santa Clara.
La primera iglesia de la villa, que era la Iglesia Mayor o Parroquial, levantada de madera y guano en 1692, fue después de la ermita, la obra que el Padre Conyedo decidió acometer. Primero hizo construir una casa de mampostería y tejas a un costado de la iglesia Mayor para instalar en ella el hospital de caridad que resultaba chico en la ermita y destinar una parte a escuela mixta para los niños, instalación que llevaría a cabo en 1730. La reconstrucción de la iglesia parroquial Mayor comenzó en abril de 1725, luego que el Padre Conyedo vendiera un terreno y un tejar de su propiedad para poder asumir los gastos. Terminados los trabajos de reconstrucción, el párroco, siempre persuadido que obraba por el bien, decidió dar la libertad a los cinco esclavos que habían servido a los trabajos tanto en la ermita como en la iglesia.
Por encomienda del ministerio, hubo de ausentarse el Padre Conyedo de su villa para fungir como canónigo en Santiago de Cuba, adonde partió en 1742. Dejó entonces su obra de magisterio a cargo de Don Manuel Hurtado de Mendoza y a Doña Águeda García. Dispuso que su casa propia, contigua a la ermita, sirviera de vivienda a los instructores y delegó el trabajo del hospicio en un esclavo comprado para mantener la obra.
Su labor de canónigo en el oriente de la Isla terminó en 1743 y regresó a su villa del centro con ya casi 59 años. En 1744 comenzaron las obras para la reconstrucción de la ermita del Buenviaje, cuyos trabajos se vieron impulsados bajo su dirección, la cual le fue confiada desde su llegada. Conjuntamente, el Padre Conyedo propuso la idea de construir una nueva ermita, que llamaría Nuestra Señora del Carmen, San Antonio Abad y Francisco Javier. Con sus medios, levantó en lo alto de la Loma del Carmen, en 1745, un pequeño templo provisional hasta que se edificara uno en duro definitivamente. En la propia ermita volvió a establecer escuela y no vaciló en encargarse del magisterio. Resulta interesante cómo el presbítero, a quien le tocó vivir épocas de separación, y a ellas tuvo que adaptarse, logró que tanto niñas como varones, aunque en aulas separadas, recibieran instrucción bajo el mismo techo.
Virtuoso, no pudo hacer más por los imperativos del tiempo y los recursos. El sacerdocio le inspiró engrandecer los edificios religiosos de Santa Clara y le dio brío a la instrucción y a la educación de los jóvenes de la villa.
Apenas comenzado 1761, el Padre Conyedo se apagó. A su pedido, fue enterrado en la ermita del Carmen, y por orden del obispo Espada, de visita éste en la villa en 1804, el presbítero fue exhumado y trasladado al cementerio general. Los restos fueron colocados en un nuevo ataúd, el cual fue colocado en la pieza de la iglesia destinada a osario. Durante la segunda visita a la villa del obispo Espada, en 1819, dispuso que todos los restos del osario, fueran enterrados en una fosa[3]. La fosa fue abierta en el atrio de la iglesia parroquial, y allí fueron arrojados todos los huesos, incluyendo el ataúd donde reposaban los restos del Padre Conyedo.
Queda de su obra, la iglesia del Carmen, y a su memoria, el obelisco situado en el Parque Vidal y una calle al norte de la ciudad. La calle de Conyedo, primitivamente llamada calle de la Pólvora, nace en la calle Unión, se extiende al este y se topa con la manzana que ocupa la iglesia del Carmen con el parque del mismo nombre, y continuaba del otro lado al pasar la calle de Máximo Gómez, hasta la margen derecha del río Bélico, al oeste. Este segundo tramo fue rebautizado como calle Padre Tudurí[4]. ©cAc-2008



[1]Manuel Dionisio González. Memoria Histórica de la villa de Santa Clara y su jurisdicción. Villaclara. Imprenta del Siglo. Calle de San José N° 18. Año 1958. Págs. 417 a la 425.
[2] Manuel Dionisio González. Memoria Histórica de la villa de Santa Clara y su jurisdicción. Villaclara. Imprenta del Siglo. Calle de San José N° 18. Año 1958. Notas. Pág. 484.
[3] Juan José Díaz de Espada, conocido como Obispo Espada, fue obispo de La Habana, reformador de la iglesia y de las instituciones sociales. A él se debe la construcción del Cementerio de Espada, y la prohibición de enterrar en las iglesias.
[4] Ángel Tudurí, nació en Matanzas, durante la gesta independentista estuvo incorporado al Ejército Libertador. Fue cura párroco en la parroquial Mayor, y como tal serviciaba cuando la parroquial comenzó a ser demolida en 1923.

Ermita de la Candelaria (1724 – 1883)


Ermita de la Candelaria (1724 – 1883)[1]
Gloriosa Santa Clara fue fundada en los finales del siglo XVII, exactamente en 1689. Escribe Manuel Dionisio González en su Memoria Histórica[2] que la ermita ya existía en 1696, y en esta fecha, Juan de Conyedo era un niño huérfano de madre, de apenas nueve años, y su padre, cumpliendo una promesa, vivía retirado en la Ermita de Regla, en La Habana. La ermita de la Candelaria en ese final de siglo estaba situada en el cuartón noroeste de la plaza, era un caserón de madera y paja, como todas las casas que circundaban la primitiva plaza Mayor. Juan de Conyedo estudiaba el sacerdocio en La Habana, y regresa a Santa Clara en 1712. En 1718 fue nombrado cura rector de la también primitiva iglesia parroquial. Ese mismo año, el Padre Juan de Conyedo decide reconstruir y levantar de mampostería y tejas la ermita Nuestra Señora de la Candelaria. Seis años duraron las obras y en 1724 fue terminada la nueva ermita.
Los maestros de obra que ejecutaron la ermita fueron los mismos que construyeron más tarde la Iglesia Parroquial Mayor. La ermita se componía de una sola nave que tenía aproximadamente 16m de largo, 8m de ancho y la altura de su techo era de seis metros. Nunca tuvo torre, pero si campanario. Un campanario original, que estaba formado por cuatro horcones de jiquí, de una altura considerable. Los jiquíes, como era tradición, fueron localizados y cortados en el mismo pueblo.
Entre 1722 y 1723, el Padre Conyedo fundó en la misma ermita un hospital caritativo para curar a los desamparados, y lo nombró Nuestra Señora de las Angustias. En 1730, el hospital fue ocupado y atendido por dos religiosos de la orden de los Franciscanos. El Padre Juan de Conyedo, con sus propios recursos, mandó a construir una casa de mampostería y tejas, a un costado de la iglesia Parroquial Mayor, incluso se instaló él mismo en dicha casa, para atender a los enfermos.
El hospicio requería una mayor fuerza de religiosos para mantenerlo en condiciones y considerando esta necesidad, surgió la idea de convertir la ermita en convento, lo cual fue autorizado por la orden de los fundadores, y las autoridades eclesiásticas de la Isla. Para la conversión de la ermita en convento, fue solicitada la Real Licencia. La dicha licencia nunca fue recibida por los religiosos. Entre tanto el sistema constitucional de la metrópolis sufrió cambios y las licencias fueron suprimidas en febrero de 1823. Los frailes se retiraron de la ermita, que durante dos años permaneció estuvo cerrada. Los nuevos cambios acontecidos en la gobernación trajeron consigo la restitución del templo a los frailes que tomaron posesión del lugar en marzo de 1825.
Por espacio de dieciséis años, los religiosos pudieron continuar la administración del hospicio y de la ermita. El gobierno español de la península, habiendo adoptado nuevas disposiciones en 1841 respecto a las comunidades religiosas, las hizo extensivas a la isla de Cuba. La ermita, portadora del título “hospicio” fue cerrada y los objetos de culto, los cinco altares y el mobiliario, fueron trasladados a la administración de rentas.
Ocho años más tarde, en 1849, la ermita perdió todo carácter  religioso, convirtiéndose en cuartel. Una reconversión que hizo levantar voces en la sociedad santaclareña de la época, persuadidas de la importancia de conservar el edificio como monumento religioso de la ciudad. No pasaron dos años, cuando en 1851, el campanario fue desmontado. La ermita-cuartel se mantuvo en la esquina de la plaza hasta 1883, cuando el edificio fue demolido para en su lugar construir el teatro “La Caridad”. ©cAc-2008



[1] Comprende la fecha en que fue terminada de reconstruir y la fecha de su demolición. 159 años como edificio religioso.
[2]Manuel Dionisio González, en Memoria Histórica de la Villa de Santa Clara y su jurisdicción. Edición de 1858. Villaclara. Imprenta del Siglo. Calle de San José N°18.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Devanture: escaparates y vitrinas?


Hace algunos años tuve la suerte de rescatar una buena cantidad de fotos y tarjetas postales de la ciudad de Santa Clara en la década del veinte y del treinta. Las tarjetas en negro y blanco son elocuentes. El paisaje urbano ciertamente ha evolucionado pero logra uno constatar que es la misma ciudad de Marta noventa años después. La misma? No precisamente en un sinnúmero de detalles y por ello quiero comentar en lo adelante algunos de estos cambios.
Observando las fachadas de ciertos inmuebles pude apreciar una similitud en la manera de presentar las fachadas a vocación comercial como uno puede apreciar en pueblos y ciudades de Europa. En Francia, los escaparates y vitrinas de comercios están sujetos a normas a través de los cuales, deben insertarse en la composición arquitectural de las fachadas, de una manera armoniosa, sin ocultar ni disfrazar el estilo en el que fueron construidas, es decir, las normas para la concepción de la “devanture”.
En esta foto se puede apreciar dos “devantures” contiguas en la planta baja de un inmueble. Se trata del Hotel Central, construido en 1929. A la izquierda, la entrada del hotel, concebida como una “devanture” en aplique, donde se utilizaron maderas de alta calidad, y cristalería para valorizar el vestíbulo. A la derecha, el Café Central, abierto hacia el exterior, en armonía con la altura dada a la “devanture” del hotel, pero en lugar de maderas, se privilegió soportes en metal, es decir, columnas finas en hierro y a todo lo ancho tres tableros separados a la distancia de las columnas, formados por un conjunto de pequeños vitrales en cristal de opalina.



En esta foto más actual, se puede apreciar, detrás de las columnas, las “devantures” de la planta baja del edificio. Del Café Central sólo se mantienen, por su solidez, las columnas en hierro forjado, y entre ellas, estructuras de aluminio y vidrieras, las inferiores a todo lo ancho del espacio entre las columnas, y encima, ventanas con persianas de cristal. El hotel perdió todo su encanto con la desaparición de su “devanture” en aplique, y el vestíbulo quedó dividido en dos partes, ambas engarzadas a través de una estrutura también de aluminio, con una entrada al “hotel” y del otro lado, la puerta de entrada a un banco de la entidad BPA.
En la foto que les muestro a continuación, quiero que aprecien a la derecha, la “devanture” de una tienda en la calle Luis Estévez. El comercio, dedicado a colchonería y venta de muebles, es un ejemplo notable de lo que fueron las fachadas de los comercios en Cuba, y aunque Santa Clara no fue virtuosa por sus escaparates, me permito hacer alusión al mismo. Por mucho que he buscado en mis archivos, no encuentro la foto que tomé de lo que es hoy la que fue, según puede leerse en la enseña de neón de la época, “la mayor colchonería de Cuba”. El comercio desapareció un día, y el local se lo comparten una familia que reside y una posta de la PNR. Evidentemente, la “devanture” en aplique de maderas y vidrieras ya no existe. Como siempre, la solidez de las columnas así como los tableros superiores con vidrios, han soportado los embates del tiempo y de los interventores.













Observen las normas de esta fachada comercial realizada al final de la década del 1920 y su correspondencia con las normas de la “devanture” como lo reglamenta el plan local de urbanismo aprobado para Paris en el 2006 y vigente en la actualidad.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Cornisas en las fachadas santaclareñas

Me imagino que si vieron los aleros de Cuenca, luego al ver un tejaroz santaclareño, hayan cerrado la página decepcionados. Santa Clara fue una villa fundada como refugio por remedianos desesperados y desgraciadamente no levantaron el caserío en un valle azucarero como el de los Ingenios a dos pasos de Trinidad. Por supuesto, les presentaré más adelante la que otrora fue capital de la sacarocracia cubana. También caminaremos por San Juan de los Remedios, porque siento una gran afección por esta vieja villa cubana.
Pero volvamos a Santa Clara. Poco queda en la ciudad de su pasado colonial. Con la República en 1902, se abrió una brecha en la evolución urbana que fue saneando el habitat y la vivienda comenzó a transformarse, como también lo hicieron la administración y las instituciones. Desde comienzos del siglo XX se observa un empeño por mejorar la imagen urbana y las nuevas construcciones, sobretodo aquellas que florecieron al final del veinte y en las dos décadas posteriores. Fue entonces cuando el alero o tejaroz comenzó a desaparecer. Los maestros de obras de las casas que se construyeron despreciaron ese borde del tejado que sale fuera de la pared y se aventuraron en una carrera loca de cornisas y frisos, con adornos, molduras, sostenidas por canecillos y por series de arcos muy pequeñitos. Aún quedan casas en Santa Clara con hermosas cornisas, otras, el tiempo las ha olvidado y sus moradores a falta de recursos, no le pusieron atención. Caídas, agrietadas, derrumbadas y en el mejor de los casos, aún visibles detrás de los puntales que sostienen la fachada ante un inminente derrumbe. Las cornisas no solo decoraron las fachadas de las viviendas, también pueden apreciarse en las bodegas de chinos y españoles que existían en todas las esquinas de pueblos y ciudades. Comprueben ustedes como termina el patrimonio urbano por falta de atención. La foto de la izquierda tomada el 15 de julio del 2004 muestra el estado deplorable del inmueble. La foto siguiente fue tomada tres semanas más tarde una vez demolida la bodega.

La moda de la marquesina, un alero de cemento armado, feísimo, sin gracia, apareció en las fachadas de las casas cuyos propietarios fatigados de la teja y del goteo en temporada de lluvias y ciclones, optaron por consolidar sus techos con cemento armado. Esa moda aniquiló buen número de fachadas del centro histórico de la ciudad. Hubo quienes con la ayuda de arquitrabes y cerramentos, y columnas interiores, alcanzaron a mejorar sus techos sin transformar esas fachadas que como pasteles todavía pululan en la ciudad del Bélico. ©cAc-2008


lunes, 20 de octubre de 2008

Los aleros de Santa Clara

Los aleros de casas de Santa Clara

Santa Clara es una ciudad eclética en su arquitectura urbana. La ciudad de estilo colonial dio paso a la ciudad neocolonial. En este salto, las casas con aleros casi desaparecieron y los que vemos hoy día están en muy malas condiciones por los años y la falta de mantenimiento urbano. Evidentemente, nunca los aleros del casco colonial de la ciudad de Marta tuvieron el colorido y el esplendor de sus pares cuencanos. En absoluto.

Cuenca (Ecuador)

Me quedo boquiabierto cuando veo el estado de los aleros que sobreviven en muchas casas santaclareñas. La casa de mis padres, cuyo año de edificación es 1916, aún conserva sus aleros como la casa vecina, ambas construidas por el mismo maestro de obras. El alero o borde del tejado, no solo protege a los pasantes del sol o de un lloviznazo que no se espera. Es el sombrero de la casa, quien protege de la lluvia cuando viene “de frente”, como dicen los viejos, y quien sirve de refugio a los gorriones que hacen sus nidos en los huacales de las tejas y en las vigas aireadas.

En las tardes calurosas, mientras ya el sol va de pasada y la familia se sienta en la sala, afuera, los gorriones revolotean y arman su algarabía. Y a veces, alguno que otro, osa entrar en la sala, se posa sobre una lámpara y observa a los abajo sentados, luego planea, deja escapar un grito de alegría y vuelve a salir por la ventana enrejada.

Los aleros que rebasan la línea de la pared se conocen como “corridos”, y “de mesilla” aquellos que vuelan horizontalmente. Los “de chaperón” son los que no tienen canecillos, es decir, cuando la cabeza de la viga no sobresale al exterior. Son los más frecuentes en Santa Clara. La rehabilitación de muchas casas de Santa Clara, por sus propietarios, queriendo “mejorar” el estado de la vivienda, o resolver sus problemas de habitabilidad ha traído consigo la desaparición, desgraciadamente, de ese viejo encanto de las fachadas coloniales y neocoloniales.

Qué les parece, si cuando al caminar por las calles del centro, levantamos la cabeza, bien para admirar un viejo alero bien para evitar un accidente, no vaya a ser que una teja se desprenda de un alero carcomido por el tiempo y no podamos evitar el golpetazo. ©cAc-2008

lunes, 6 de octubre de 2008

Coches tirados por caballos, caballos arrastrando carretones...

Hace poco vi un coche de caballos en la parisina rue Saint-Antoine. Un bonito coche tirado por dos hermosos caballos. Mi primer pensamiento fue para mi padre, que fue un excelente jinete y todavía un gran admirador de caballos finos y de “pura sangre”. También a mí me gustan los caballos, por su nobleza, por su inteligencia. No levantaba dos cuartas del suelo, cuando mi padre me regaló un potrico. Pero para entonces ya le había cogido el gusto a la bicicleta.
En mis años de primaria, tenía dos posibilidades para ir a la escuela: la ruta 3 “Terminal-Universidad” o un coche de caballos. Cuando la ruta demoraba en salir, yo cruzaba la calle y me instalaba en el coche que estuviera a la cabeza. El viaje en la guagua costaba un “medio” (cinco centavos) y el coche una peseta (20 centavos). Yo prefería el coche, y sobretodo porque había trabado amistad con un cochero muy gentil, que se llamaba Benito. Su mirada azul inspiraba confianza a los padres que nos dejaban a su cuido. Benito, flaco como una vara, siempre tocado con un sombrero de yarey y camisas a cuadros como un vaquero, era muy precavido cuando bajaba Nazareno y cruzaba la carretera Central, en aquella época en que todavía no se soñaba con la autopista y era la columna vertebral de todos los desplazamientos de un extremo al otro de la isla.

Los coches de caballos de Santa Clara, una especie de calesa como las del tiempo de la colonia, desaparecieron un buen día. Pero lo que desaparece puede volver a aparecer, aunque no siempre con cocheros como Benito ni coches como los que disfruté siendo niño. Se perdieron las guaguas y los coches. Y aparecieron carretones tirados por caballos escuálidos, indefensos ante el látigo poco misericordioso de los carretoneros que se ensañan con el animal cuando éste ya no tiene fuerzas para arrastrar el peso de los pasajeros. ©cAc-2008