Hace poco vi un coche
de caballos en la parisina rue Saint-Antoine. Un bonito coche tirado por dos hermosos
caballos. Mi primer pensamiento fue para mi padre, que fue un excelente jinete
y todavía un gran admirador de caballos finos y de “pura sangre”. También a mí
me gustan los caballos, por su nobleza, por su inteligencia. No levantaba dos
cuartas del suelo, cuando mi padre me regaló un potrico. Pero para entonces ya
le había cogido el gusto a la bicicleta.
En mis años de
primaria, tenía dos posibilidades para ir a la escuela: la ruta 3
“Terminal-Universidad” o un coche de caballos. Cuando la ruta demoraba en
salir, yo cruzaba la calle y me instalaba en el coche que estuviera a la
cabeza. El viaje en la guagua costaba un “medio” (cinco centavos) y el coche
una peseta (20 centavos). Yo prefería el coche, y sobretodo porque había
trabado amistad con un cochero muy gentil, que se llamaba Benito. Su mirada
azul inspiraba confianza a los padres que nos dejaban a su cuido. Benito, flaco
como una vara, siempre tocado con un sombrero de yarey y camisas a cuadros como
un vaquero, era muy precavido cuando bajaba Nazareno y cruzaba la carretera
Central, en aquella época en que todavía no se soñaba con la autopista y era la
columna vertebral de todos los desplazamientos de un extremo al otro de la
isla.
Los coches de
caballos de Santa Clara, una especie de calesa como las del tiempo de la
colonia, desaparecieron un buen día. Pero lo que desaparece puede volver a
aparecer, aunque no siempre con cocheros como Benito ni coches como los que
disfruté siendo niño. Se perdieron las guaguas y los coches. Y aparecieron
carretones tirados por caballos escuálidos, indefensos ante el látigo poco
misericordioso de los carretoneros que se ensañan con el animal cuando éste ya
no tiene fuerzas para arrastrar el peso de los pasajeros. ©cAc-2008
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