lunes, 6 de octubre de 2008

Coches tirados por caballos, caballos arrastrando carretones...

Hace poco vi un coche de caballos en la parisina rue Saint-Antoine. Un bonito coche tirado por dos hermosos caballos. Mi primer pensamiento fue para mi padre, que fue un excelente jinete y todavía un gran admirador de caballos finos y de “pura sangre”. También a mí me gustan los caballos, por su nobleza, por su inteligencia. No levantaba dos cuartas del suelo, cuando mi padre me regaló un potrico. Pero para entonces ya le había cogido el gusto a la bicicleta.
En mis años de primaria, tenía dos posibilidades para ir a la escuela: la ruta 3 “Terminal-Universidad” o un coche de caballos. Cuando la ruta demoraba en salir, yo cruzaba la calle y me instalaba en el coche que estuviera a la cabeza. El viaje en la guagua costaba un “medio” (cinco centavos) y el coche una peseta (20 centavos). Yo prefería el coche, y sobretodo porque había trabado amistad con un cochero muy gentil, que se llamaba Benito. Su mirada azul inspiraba confianza a los padres que nos dejaban a su cuido. Benito, flaco como una vara, siempre tocado con un sombrero de yarey y camisas a cuadros como un vaquero, era muy precavido cuando bajaba Nazareno y cruzaba la carretera Central, en aquella época en que todavía no se soñaba con la autopista y era la columna vertebral de todos los desplazamientos de un extremo al otro de la isla.

Los coches de caballos de Santa Clara, una especie de calesa como las del tiempo de la colonia, desaparecieron un buen día. Pero lo que desaparece puede volver a aparecer, aunque no siempre con cocheros como Benito ni coches como los que disfruté siendo niño. Se perdieron las guaguas y los coches. Y aparecieron carretones tirados por caballos escuálidos, indefensos ante el látigo poco misericordioso de los carretoneros que se ensañan con el animal cuando éste ya no tiene fuerzas para arrastrar el peso de los pasajeros. ©cAc-2008

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