Atisbaba escondido detrás del
fotógrafo, diminuto yo, entre sus largas piernas, pantalón de dril blanco,
guayabera de hilo y sombrero como todos, como el que portaba Atilano, allá,
sentado en un sillón de los dispuestos en el soportal del Liceo. El siglo iba
corriendo y su primera década era agua escurrida en la vida de todos. Como el
agua que manaba de una de las fuentes… El fotógrafo habanero, extasiado por
aquella visión pueblerina, manipulaba su aparato, como todo un fabricante de
recuerdos. La brisa hacía flotar la anchura de su pantalón y el sombrero, igual
que el de Atilano, reposaba tranquilo sobre la sabia testa del vendedor de
imágenes. En lugar de agarrarme a la herrería del sublime balcón del teatro, me
aferré a sus piernas, para entonces penetrar lentamente en aquel ángulo verdoleante
de la plaza, la Mayor, la de juegos y quiosco de música que tan feliz hacia a
Clara, ahora escogiendo pasteles de guayaba en la dulcería, de la mano de su
madre. La parroquial envolvió el aire placetino con la campanada de las doce.
Lejos, por la calle que fuera Real de los Oficios, un pregonero rompe el
silencio, sin descomponer la belleza del pregón. Tamales calienticos. Claveles
blancos. O un escobero. Pregones de la tarde. Pregones. La luz envolvía
la plaza. La puerta principal del ayuntamiento estaba abierta. Un concejal
apareció en el dintel de la puerta, y otro, que acababa de salir, encaminaba
sus pasos en dirección a la parroquial. Volvió a tañer la campana, y el tañido
hizo latir el corazón de Clara. Dos paisanos conversan animosamente. Un
jardinero escucha el parecer de otro frente a una de las cuatro fuentes de la
plaza. Recostados al obelisco, dos infantes se cuentan historias. Verde se me
hacía el color que invadía el entorno de aquella que fuera plaza de armas, de
recreo, de amores y de juegos. El fotógrafo seguía inmóvil, auscultando el
cuadrilátero en todas sus aristas. Clara comía su pastel de guayaba y ya
dejaban el caserón que albergaba el 20 de Mayo por el pasillo corredor, a esa
hora desierta cuando pasado el mediodía, los comercios bostezan el bochorno de
una tarde medio calurosa y pocos se atreven a solearse. Pero no faltan árboles
en la plaza, y una palma real se yergue altiva junto a la torre campanario.
Clara cruzó a la plaza de la mano de su madre. Atravesaron la plaza,
contornearon la iglesia, la madre se persignó y desaparecieron por la calle
Gloria buscando el aire fresco que llega desde el Cubanicay y remonta contrario
a los carruajes que golpean en su rodar los adoquines lustrosos. ©cAc-2019
P-S: El retrato en blanco y negro,
de un mediodía de marzo o un abril de principios del siglo XX está escrito con
toda intención para agradecer a Clara Consuegra, -apasionada, e impetuosa como
piedra menuda que se deja llevar por claras aguas de nuestra rica hidrografía
local-, el haberme regalado esa tarde pilonga allá, la insuperable imagen muda con
sombreros y columnas, y su familiaridad sin par.
Sencillamente fantástico!! Acabo de leer y me ha quedado la sensación de no tener nada que decir cuando quieres decirlo todo!! Gracias por este escrito
ResponderEliminarGracias por su gentileza y la gentileza de comentar, y me llena de placer leer que fue fantástico para usted ese viaje en el tiempo, gracias nuevamente, cAc.
ResponderEliminarPrecioso escrito que hace que la imagen cobre vida -que la musica vuelva a estar presente en el quiosco de musica y que las campanas de la Parroquial Mayor vuelvan a tañer. Gracias mil por tan bello regalo.
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