A pesar de las disposiciones publicadas en bando por el Cabildo, un
acontecimiento permitió una tregua a las prohibiciones y hasta aparecieron toda
suerte de entretenimientos: torneos, juegos de cañas, de sortijas y alcancías
que tuvieron como centro la Plaza Mayor. Hasta un teatro provisional fue
levantado en la plaza.
Para saludar la proclamación en 1760 de Carlos III como nuevo monarca, un
bando fue publicado en el cual se permitía a todos los vecinos de la villa, sin
discriminación fuere cual fuere y con total libertad, a entregarse a cuanta
diversión estimara conveniente. La dicha autorización conllevaba una sola
obligación, la de no ausentarse de la villa en el transcurso de los quince días
señalados para los festejos. La contravención a la obligada permanencia en la
villa exponía a una multa de cuatro ducados. Y si de jolgorio y fiestas se trataba,
no había mucho que obligar a quedarse al interior de los límites del pueblo.
Eran los tiempos de corridas de toros, convertidas en diversión favorita en
la isla. Santa Clara no se quedaba atrás y el encierro y corrida se hacía en la
Plaza Mayor. Grande era el espacio yermo de la plaza que permitía aquel duelo
entre hombres ansiosos de matar y cuando menos de banderillar, y toros
excitados por la capa y el gentío. Para llevar a cabo la corrida, el Cabildo
tomaba precauciones y cerraba las esquinas de la plaza y las boca-calles que
concernían para el evento, y montaban una cerca desde el cementerio pegado a la
Parroquial en línea recta hasta la casa donde hoy se levanta el edificio que
fuera Ayuntamiento de la municipalidad.
Muchas películas que vimos en la niñez nos catapultaron unas veces como
toros otras como toreros, cuando nos reuníamos primos y amigos. Más tarde, de
muchacho, me preguntaba el por qué Cuba no había incorporado a sus tradiciones
aquella de las corridas, habiendo sido conquistada y colonizada por los
hacedores de plazas taurinas. Luego, curioseando en la enciclopedia taurina Los
toros, de José M. de Cossio, aprendí que el espectáculo taurino si había sentado base en la isla. Se nombran
ciudades y plazas habaneras, pero no Santa Clara. Yo confirmo que hubo corrida
en la villa de Gloriosa, aunque sin verdaderos toros y toreadores. Puro
espectáculo de divertimento y de exhibición. Santa Clara nunca construyó una
plaza de toros, cosa de la cual me alegro y enorgullezco. Con la intervención
norteamericana, las lidias fueron prohibidas y desde entonces, salvo los dos
espectáculos de agosto de 1947, dejaron de ser agonía y muerte para los toros.
En la primavera de 1995 me senté por primera y única vez en una plaza de
toros. La Plaza de las Ventas madrileña desbordaba. Los oles y la gritería me
confirmaron que yo presenciaba la fiesta encarnizada entre dos bravos, uno a su
aire, el otro resoplando y agitado ante la proximidad de la muerte. Si llegué
al final de la corrida fue porque llevaba en mí los ojos de mi padre y su deseo
de presenciar, como buen matarife, el enbanderillamiento del animal. Prometí
contarle con lujo de detalles aquella tarde madrileña pero me juré no pisar
nunca más una arena taurina.
No hace mucho, recorriendo Aquitania, nos tropezamos la funesta salida de
un toro inerte, ensangrentado, aún caliente, que acababa de satisfacer con su
agonía a un público que abarrotaba las arenas del pueblito francés
Rion-les-Landes. Triste domingo para el toro y para mí. No adhiero a ninguna
asociación antitaurina, pero soy totalmente contrario a tanta brutalidad. ©cAc
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