martes, 16 de junio de 2009

Corridas de toros en el corazón de Santa Clara



A pesar de las disposiciones publicadas en bando por el Cabildo, un acontecimiento permitió una tregua a las prohibiciones y hasta aparecieron toda suerte de entretenimientos: torneos, juegos de cañas, de sortijas y alcancías que tuvieron como centro la Plaza Mayor. Hasta un teatro provisional fue levantado en la plaza.
Para saludar la proclamación en 1760 de Carlos III como nuevo monarca, un bando fue publicado en el cual se permitía a todos los vecinos de la villa, sin discriminación fuere cual fuere y con total libertad, a entregarse a cuanta diversión estimara conveniente. La dicha autorización conllevaba una sola obligación, la de no ausentarse de la villa en el transcurso de los quince días señalados para los festejos. La contravención a la obligada permanencia en la villa exponía a una multa de cuatro ducados. Y si de jolgorio y fiestas se trataba, no había mucho que obligar a quedarse al interior de los límites del pueblo.
Eran los tiempos de corridas de toros, convertidas en diversión favorita en la isla. Santa Clara no se quedaba atrás y el encierro y corrida se hacía en la Plaza Mayor. Grande era el espacio yermo de la plaza que permitía aquel duelo entre hombres ansiosos de matar y cuando menos de banderillar, y toros excitados por la capa y el gentío. Para llevar a cabo la corrida, el Cabildo tomaba precauciones y cerraba las esquinas de la plaza y las boca-calles que concernían para el evento, y montaban una cerca desde el cementerio pegado a la Parroquial en línea recta hasta la casa donde hoy se levanta el edificio que fuera Ayuntamiento de la municipalidad.
Muchas películas que vimos en la niñez nos catapultaron unas veces como toros otras como toreros, cuando nos reuníamos primos y amigos. Más tarde, de muchacho, me preguntaba el por qué Cuba no había incorporado a sus tradiciones aquella de las corridas, habiendo sido conquistada y colonizada por los hacedores de plazas taurinas. Luego, curioseando en la enciclopedia taurina Los toros, de José M. de Cossio, aprendí que el espectáculo taurino  si había sentado base en la isla. Se nombran ciudades y plazas habaneras, pero no Santa Clara. Yo confirmo que hubo corrida en la villa de Gloriosa, aunque sin verdaderos toros y toreadores. Puro espectáculo de divertimento y de exhibición. Santa Clara nunca construyó una plaza de toros, cosa de la cual me alegro y enorgullezco. Con la intervención norteamericana, las lidias fueron prohibidas y desde entonces, salvo los dos espectáculos de agosto de 1947, dejaron de ser agonía y muerte para  los toros.
En la primavera de 1995 me senté por primera y única vez en una plaza de toros. La Plaza de las Ventas madrileña desbordaba. Los oles y la gritería me confirmaron que yo presenciaba la fiesta encarnizada entre dos bravos, uno a su aire, el otro resoplando y agitado ante la proximidad de la muerte. Si llegué al final de la corrida fue porque llevaba en mí los ojos de mi padre y su deseo de presenciar, como buen matarife, el enbanderillamiento del animal. Prometí contarle con lujo de detalles aquella tarde madrileña pero me juré no pisar nunca más una arena taurina.
No hace mucho, recorriendo Aquitania, nos tropezamos la funesta salida de un toro inerte, ensangrentado, aún caliente, que acababa de satisfacer con su agonía a un público que abarrotaba las arenas del pueblito francés Rion-les-Landes. Triste domingo para el toro y para mí. No adhiero a ninguna asociación antitaurina, pero soy totalmente contrario a tanta brutalidad. ©cAc

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