El mediodía no es recomendado para pedalear bajo el sol por la carretera de Camajuaní. Pero en febrero, el sol ha compartido rudeza con el invierno cubano, y pedalear no se convierte en una agonía. El paisaje no deja de ser seco prueba de que el sol sigue siendo maître en su relación de amor con la isla. Desde la carretera, la casa parece dormida. Sus moradores deben estar durmiendo la siesta en algún recodo de la casa. Decido pedalear tres o cuatro kilómetros más, justo hasta los límites de la universidad y llamar a la puerta de la casa del médico Rosell, a la vuelta. Una vez frente a la casa, me detengo donde antes hubo una verja raramente cerrada. La casa de Rosell estaba abierta a todos. Tomo la bicicleta de la mano y camino por el trillo hasta el portal, subo los tres escalones y toco la aldaba de la casa, que es el ciento veintiséis de la carretera. El médico ya no vive, y antes de morir legó la vivienda a la familia que le cerró los ojos. La señora que me abre es amable y no pone reparos en que yo tome fotos. La casa también va muriendo con el peso de los años y la falta de recursos de que disponen sus nuevos propietarios. Mucho han cambiado los techos, el encanto interior que tuvo la casona y el mobiliario que fue de rancias maderas. Las columnas entre la sala y la saleta, las habitaciones pasteles perdiendo el aliento final de los colores. Los pisos, de la primera mitad del XX siguen soportando el paso de la gente con su historia. Ahora soy yo quien vuelve a pisarlos, y veo en ellos el mismo brillo que allá por los finales del 70, la última vez que entré en la casa. Me dieron deseos de subir a la buhardilla con su terraza semicircular, que no es más que el portal saliente de la casa. Lo otro, el portal que la envuelva, yo lo tomo como un pasillo exterior ancho capaz de proteger las habitaciones del rigor amarillo. El patio intermedio, reverberando, me puso como obstáculo la reja herrumbrienta que lo separa de la saleta. Acepto el café. Y más, la conversación tierna de la mujer pobre convertida en dueña de casa. Doy la vuelta en derredor. El sol quema la mala hierba que cubre los jardines y los plátanos gritan del sofoco. El verde no pierde todo el espacio, y parece que las últimas lluvias fueron lo suficientes como para que no murieran helechos y mariposas. Digo adiós, y siento temor por la vejez de la casa. ©cAc-2009
…un paseo en el tiempo, una mirada atrás para recordar calles y muros con sus tristezas y alegrías, los inicios polvorientos, la hora de los adoquines, del desorden, de las ingratitudes y de las esperanzas que se forjan escudriñando el viaje lento de una hoja flotando en las aguas del Bélico…
miércoles, 29 de abril de 2009
martes, 28 de abril de 2009
Hostal de Zaida Barreto
lunes, 27 de abril de 2009
Interior de casa (I) calle Maceo ACAA
sábado, 25 de abril de 2009
Guardavecinos
En Santa
Clara los guardavecinos están dispersos. Se ubican en el radio que suele
llamarse centro, es decir, en calles al interior de sus dos ríos, pero no
precisamente en el centro histórico, que para nuestra querida Bernadette sería,
« a dos pasos » del Parque Vidal. Calles de las primeras, como
Buenviaje, Luis Estévez, Cuba o Tristá no dan señas de haberlos tenido o quizá
desaparecieron, pero no lo creo. Los guardavecinos aparecieron en Santa Clara
en los años treinta y cuarenta del pasado siglo, cuando los propietarios
comenzaron a ampliar sus viviendas, para vivir más espaciosamente o para
convertirse en arrendatarios urbanos, época en que algunos se convirtieron en
casatenientes, y construyeron inmuebles con viviendas en bajos y altos, y la de
los altos, separadas por guardavecinos.
Guardavecinos
hay en Candelaria, Colón, Juan Bruno Zayas, Gloria, Maceo, Independencia, Padre
Chao, San Cristóbal, San Pablo, San Vicente, Villuendas y en el callejón del
Carmen. Aquí les muestro
algunos.
A este
edificio construido en San Cristóbal, en la década del cincuenta se le
incorporó un guardavecino que es único en la ciudad, adaptado a la línea del
inmueble que sin perder ese aire de abanico, se nos antoja una penca
protectora, en caso de que fabricaran un inmueble adosado. Los balcones entre
los apartamentos están separados por guardavecinos tradicionales (foto de la
derecha).
Éste,
situado en Juan Bruno Zayas, es un guardavecino atípico, formado por cinco
otros guardavecinos incorporados a una reja para impedir, a pedido de sus
dueños, el paso al pasillo lateral externo del que fuera cine Silva hoy
Cubanacán.
Me
resultó curioso el fondo de esta casa, que da por el callejón del Carmen, por
el exceso de rejas que no armonizan con los dos guardavecinos incorporados
sobre la tapia. Esa tapia no llevaba guardavecinos, y desgraciadamente deben
haber sido desmontados de su sitio original.
En la
misma calle puede apreciarse una reja de ventana incorporada a manara de
guardavecino, para separar dos espacios habitables de lo que fuera una sola
vivienda. Nótese que el « guardavecino » fue
incorporado en el medio de una puerta-ventana que daba al balcón.
Cuando
le pregunté a la propietaria si ella sabía de qué año eran las
« rejas » del balcón de su casa en la calle San Vicente, (rejas,
porque cada vez que pronunciaba « guardavecino » se quedaban
boquiabiertos !) me espetó, « desde tiempos inmemoriales », y
agregó, « y ahora mandé hacer otra para aquella esquina », lo que me
corroboró que sus « rejas » eran de nueva factura…
Fuera
del perímetro urbano no existieron inmuebles con guardavecinos. Lo que no
quiere decir que estén ausentes del paisaje, y lo evidencia esta reja elaborada
con cabillas finas y con poco gusto estético, que no separa del vecino, sino
que protege de posibles intrusos, bien lejos del centro, en esta casa a medio construir
en la carretera de Camajuaní. ©cAc
viernes, 24 de abril de 2009
Hostal Florida Centro
El
hostal es renombrado por su pastelería y las copiosas comidas, tradicional,
exquisita, cuyos productos llegan frescos en la mañana en carretones como
antaño. ©cAc-2009
martes, 21 de abril de 2009
Figaros de antes y barberos de ahora en la ciudad del Bélico
En
el año de 1713, abrió Lorenzo de Rivera, en la calle Paso real de los oficios,
la primera barbería con la que contaron los hombres de la villa, y digo
hombres, porque las mujeres todavía no habían descubierto el lugar ideal para
el comadreo. La barbería de Lorenzo se impuso como el sitio por excelencia para
el compadreo, el chisme vestido de virilidad y el embrión de clientelismo
político del recién fundado pueblo, ya marcado por las desavenencias y las
rupturas. El local colindaba con la mercadería de Francisco Guillén y una de
reparaciones, cuyo menestral era Juan Hernández de Orta. En 1713, en aquel
punto casi perdido de la isla, qué podría usar Lorenzo de Rivera para cortar
los cabellos, emparejar patillas, afinar bigotes y acicalar aquellos rostros de
hombres curtidos por el ajetreo cotidiano? Las tijeras puestas de moda en
Europa en los siglos XVI y XVII no tardaron en llegar a la isla en los galeones
españoles. Luego fue cuestión de tiempo para entrar en Santa Clara por el Paso
real que la unía con La Habana, y en un abrir y cerrar de ojos, no tardó el
apellidado de Rivera en proveerse aquellas que serían las primeras en usarse en
la villa. Lorenzo estrenó su butaca para cortar el cabello al alférez Juan de
Soto que no tardó en comunicar al alcalde Rodríguez. Mucho ha llovido desde
entonces.
Mi
recuerdo de barberías no pasa de cuatro decenios, y me veo sentado en el salón
Cuba, que tenía unos sillones que giraban, el respaldar de cuero negro, el pie
en hierro y cerámica blanca, los brazos también forrados, aquellos sillones me
encantaban; o en aquel salón de la calle Marta Abreu, que colindaba con la
cafetería Los Taínos, creo que se llamaba Madrid o Paris, no me acuerdo, y que
se reconocía por el lumínico exterior, casi pegado a la puerta, en cuyo
interior daban vueltas tres cintas, una roja, una azul y otra blanca, como un
serpentín.
No logro encontrar esas viejas fotos que heredé de mis tíos, y tampoco puedo permitirme el no poner ninguna. Y en ese corretear por Santa Clara, me tropecé a estos Lorenzos de Rivera, que han instalado sus sillones en las salas de su vivienda, unos, y los más, en espacios alquilados en portales de casas. El Instituto de belleza para hombres de la calle Luis Estévez, no me atrae en absoluto, eché varias veces un vistazo al Salón Cuba a través de su puerta acristalada, y cada vez cerrado, el Salón Verde, donde me corté el cabello como uno más, no me animó para fotos, y terminé charlando con el barbero de aquel que me pareció el más surrealista de todos.
No logro encontrar esas viejas fotos que heredé de mis tíos, y tampoco puedo permitirme el no poner ninguna. Y en ese corretear por Santa Clara, me tropecé a estos Lorenzos de Rivera, que han instalado sus sillones en las salas de su vivienda, unos, y los más, en espacios alquilados en portales de casas. El Instituto de belleza para hombres de la calle Luis Estévez, no me atrae en absoluto, eché varias veces un vistazo al Salón Cuba a través de su puerta acristalada, y cada vez cerrado, el Salón Verde, donde me corté el cabello como uno más, no me animó para fotos, y terminé charlando con el barbero de aquel que me pareció el más surrealista de todos.
Este
Lorenzo del siglo XXI, a falta de local, o de una situación financiera estable
como para instalarse en otro lugar, limpió un basurero formado por los vecinos
en el borde del Bélico a su paso por Chambery, y se siente a sus anchas con una
clientela que no pone reparos en sentarse en su butaca “de última generación”,
cogiendo fresco mientras se cortan el cabello, en el caney versus salón!
La
base de este sillón es original, y perteneció a un barbero del Condado que
tenía su local en la calle San Pedro, en la segunda década del siglo XX. Luego
ha sufrido adaptaciones que le han quitado el encanto de antaño.
Entre
los más afortunados de los barberos, es este joven que compró un auténtico
sillón de barbero marca Koken, fabricado en Saint Louis, Estados Unidos,
también en el siglo pasado. El sillón es de una solidez inigualable y su
mecanismo funciona a la perfección. ©cAc
Suscribirse a:
Entradas (Atom)