miércoles, 29 de abril de 2009

Interior de casa (II) (carret. a Camajuani) casa del Dr Rosell

El mediodía no es recomendado para pedalear bajo el sol por la carretera de Camajuaní. Pero en febrero, el sol ha compartido rudeza con el invierno cubano, y pedalear no se convierte en una agonía. El paisaje no deja de ser seco prueba de que el sol sigue siendo maître en su relación de amor con la isla. Desde la carretera, la casa parece dormida. Sus moradores deben estar durmiendo la siesta en algún recodo de la casa. Decido pedalear tres o cuatro kilómetros más, justo hasta los límites de la universidad y llamar a la puerta de la casa del médico Rosell, a la vuelta. Una vez frente a la casa, me detengo donde antes hubo una verja raramente cerrada. La casa de Rosell estaba abierta a todos. Tomo la bicicleta de la mano y camino por el trillo hasta el portal, subo los tres escalones y toco la aldaba de la casa, que es el ciento veintiséis de la carretera. El médico ya no vive, y antes de morir legó la vivienda a la familia que le cerró los ojos. La señora que me abre es amable y no pone reparos en que yo tome fotos. La casa también va muriendo con el peso de los años y la falta de recursos de que disponen sus nuevos propietarios. Mucho han cambiado los techos, el encanto interior que tuvo la casona y el mobiliario que fue de rancias maderas. Las columnas entre la sala y la saleta, las habitaciones pasteles perdiendo el aliento final de los colores. Los pisos, de la primera mitad del XX siguen soportando el paso de la gente con su historia. Ahora soy yo quien vuelve a pisarlos, y veo en ellos el mismo brillo que allá por los finales del 70, la última vez que entré en la casa. Me dieron deseos de subir a la buhardilla con su terraza semicircular, que no es más que el portal saliente de la casa. Lo otro, el portal que la envuelva, yo lo tomo como un pasillo exterior ancho capaz de proteger las habitaciones del rigor amarillo. El patio intermedio, reverberando, me puso como obstáculo la reja herrumbrienta que lo separa de la saleta. Acepto el café.  Y más, la conversación tierna de la mujer pobre convertida en dueña de casa. Doy la vuelta en derredor. El sol quema la mala hierba que cubre los jardines y los plátanos  gritan del sofoco.  El verde no pierde todo el espacio, y parece que las últimas lluvias fueron lo suficientes como para que no murieran helechos y mariposas. Digo adiós, y siento temor por la vejez de la casa. ©cAc-2009

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