viernes, 22 de noviembre de 2019

Todo giraba alrededor del parque...


Esta remembranza fue escrita cuando nació mi bitácora, mi cuaderno de a bordo, en un rincón profundo del barco en que navegamos, como polizontes armados de recuerdos y nostalgias, la nostalgia por la piedra y la historia.

Todo giraba alrededor del parque. Remembranzas.
Todo giraba alrededor del parque. Autos, motos y bicicletas. Ladas, Moskvitchs, polaquitos, el Cadillac blanco de mi primo Armando. Tronitrantes Berjovinas y ancestrales bicicletas. Varias rutas de ómnibus, y los refrigerados Hinos cuando traían a los peloteros para un juego en el Sandino. Camiones y guarandingas. El chivo tirando el carretón. Girando con los niños. Girando. Y nosotros. Alrededor de la estatua dedicada a Marta, la benefactora de la ciudad. Alrededor de la Glorieta, donde cada semana tocaba la Retreta municipal. Los bancos pintados de rojo esperándonos cada noche para escuchar en silencio nuestros sueños, un poema terminado al final de la tarde o un comentario a voz de susurro. Los árboles, y debajo, los bancos manchados con las cagadas de los totíes. Giraban ellos, y después de medianoche, hasta alguna lechuza atraída por el silencio inocente de los pajaritos. Casi todo estaba a la mano. En cada esquina. O a mediados de cuadra, siempre frente al parque. Vidal siempre, libertario y patriota.
La Biblioteca Martí con su espléndida Sala de los Consejos, que es la Sala Caturla, ornamentada con todos los escudos municipales de Las Villas, la provincia que nos vio nacer. El teatro La Caridad con sus frescos italianos, y sus puertas abiertas ofreciendo, evidentemente teatro, danza, ballet y también conciertos. Y los maratónicos festivales de la FEEM y de la FEU. El Salón del DOR, con alguna que otra exposición de mucho o poco interés. El Central, el hotel en altos, un espectro de hotel, y abajo, la cafetería con su largo mostrador, sus bocaditos de pasta de queso y sus refrescos naturales bien poco naturales, abierta hasta más allá de la medianoche, y en el entrepiso, el Praga, aquel bar a media luz con banquetas de vinil rojo y tragos todavía no adulterados. La antigua Cámara de Comercio, y el desaparecido banco en la planta baja, en cuyas fantasmales piezas se reunían los talleres literarios, con aquella profesora bonita que un día supimos que “se había ido”. La casona de los Carta,  convertida en Museo de Artes Decorativas, donde siempre queda la huella de Jose Paret. Y en la misma acera, protegido por el largo soportal, El Recreo, con bocaditos de pasta y aquellos refrescos de guachipupa roja. El edificio del Liceo, fundado en 1927, y ahora sede de la Casa de la Cultura con todo aquel vaivén de talleres de artes plásticas, de literatura, de grupos de danza, de canto, y no sé cuántas otras manifestaciones artísticas. Las pizzas de queso o de jamón, y las pastas (siempre espaguetis!) con salsa vitanuova roja como la sangre, en La Toscana. El edificio del Ayuntamiento, con su reloj y sus campanadas, convertido en la emisora provincial CMHW, y desde donde leímos un poema o nos entrevistaron alguna vez. El Café Villaclara, con cancha y banquetas y tortillas al plato pedidas a la orden, y el cine del mismo nombre, que reponía viejas películas, viejas como la taquillera que vendía las entradas, a 60 centavos…, y estaba el cine Camilo, en los bajos del Santa Clara Libre, que estrenaba cada lunes la película que pasaría toda la semana en la tanda de la una y treinta, la tanda de los vagos, como decía la gente, porque a esa hora sólo podían ir los que no trabajaban, los viejos y los estudiantes que no entraban a clases o que se escapaban de sus escuelas para ver el filme.
Y también estaba el Osvaldo, el pre-universitario, el pre familiarmente, construido como instituto de segunda enseñanza en 1915, lleno de chiquitas bonitas y otras menos bonitas con la falda por debajo de la rodilla y espejuelos plásticos de la óptica Cuba, y otras que transformaban los uniformes para estar a la moda…, la crema de la ciudad, los que nunca pusieron un pie en una beca, o que lo pusieron y rápido se fueron, o que los expulsaron por alguna que otra indisciplina. Ah, esa escalofriante palabra, indisciplina. El pre era un hervidero mañana tarde y noche. Durante el día, los cursos normales de décimo, once y doce grados. Aquellas clases memorables de literatura, presentadas por el más justo y noble de los profesores del Instituto, del Pre, para ubicarnos en el tiempo, el poeta Carlos Galindo Lena. Siempre ameno, jovial, fumando un puro de los de bodega, criollos, como él, como su cadencia y respiración al hablarnos, a quién escuchábamos con un respeto sin límites. Durante la noche, el pre se convertía en “la facultad”, donde mucha gente trataba de atrapar un nivel de enseñanza que abandonaron años antes. O para pasar el tiempo, hacer sociedad, conocer la novia o el futuro marido, y hasta pensar en el divorcio. Justo al lado del Osvaldo, Los Paragüitas, símbolo de los estragos urbanos de los años sesenta, con la misma oferta que las otras cafeterías, bocaditos de pasta y refrescos, y en los tiempos de bonanza, pan con mortadela y pan con tortilla. En la esquina, el palacio de las moscas, abierto las veinticuatro horas, mostrador oliendo a trapo de cocina, café claro, té y cigarros populares, cuando la cajetilla costaba un peso sesenta centavos. En la otra acera, la Pepe Medina, librería donde hurgábamos a ver si en los anaqueles encontrábamos algo que no habíamos leído, o la última publicación de la editora Huracán, siempre ofreciendo clásicos y otros autores que no se imaginaban que todavía salían de las prensas. Pero leíamos, porque aquellas maestras ya desaparecidas o casi jubiladas nos inculcaron leer, a Martí, a muchos otros, pero sobre todo a Martí. Y las meriendas en el Qué Bien, un sírvase usted que fue la meca de los panes con croqueta y refresco de limón cuando sonaba el timbre y salíamos de clases, corriendo, para comprar aquel tente-en-pie que se pegaba en el cielo de la boca.
Sentados en el parque, caminando, figurando como actores de la vida cotidiana en cada esquina, en cada inmueble, o dos o tres cuadras en los alrededores, estábamos escribiendo historias personales, poemas, cuentos, novelas y un montón de esperanzas que con el tiempo dejaron de ser verdes, pero que no marchitaron nunca. Quiero, tomando como punto cardinal, el Parque Vidal, recordar a los amigos y otros menos amigos, que integramos la brigada Hermanos Saíz, o simplemente los talleres literarios de Santa Clara. En santaclarabycAc, habrá sitio para encontrarnos todos, porque las crónicas serán piedras, muros y adoquines que todos tocamos y pisamos un día. Todo giraba, hasta convertirse en remembranzas. ©cAc-2019

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