martes, 26 de noviembre de 2019

Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.


Obelisco a Juan de Conyedo y a Hurtado de Mendoza.
Primero fue Conyedo[1], y luego Hurtado de Mendoza[2]. Dos hombres que inspiraron la conducta que siguió años más tarde, Marta Abreu, quien, para perpetuar la memoria de los dos benefactores, hizo suya la iniciativa popular de levantar a ambos un monumento para toda la vida.
El monumento a la memoria del Padre Conyedo y de D. Hurtado de Mendoza fue costeado por el pueblo de Santa Clara, y la mitad de su costo fue contribución de Doña Marta Abreu de Estévez.
Fue develado al público el 15 de julio de 1886, cuando la ciudad festejaba el 197 aniversario de su fundación. y en su tarja está inscrito:
A la imperecedora memoria
de los virtuosos sacerdotes e insignes patricios
D. Juan Martín de Conyedo
y
D. Francisco Hurtado
de
Mendoza.
Dedica este monumento
la gratitud del pueblo de Santa Clara
1886
El obelisco, alto de 9.14 metros y de un peso de diez y siete toneladas, está realizado en  granito gris de Boston y fue construido en la ciudad de Filadelfia bajo la dirección de Tomás Ricart. El monumento está emplazado sobre una base cuadrada, originalmente mucho más baja y protegido por ocho pilares de granito rojo pulido, unidos por dieciseis piezas forjadas en hierro y bronce. Las piezas están formadas por, digamos, eslabones ajustables, con representaciones y simbologías que harían placer a los estudiosos. La imbricación con los pilares, podrían ser palmetas de papiro, y en la unión entre las barras, están grabadas la cruz y la corona, insertada la primera en la segunda. Una alegoría que pone en  relieve  el fervor religioso de los dos hombres, al interior de una villa, que como la Isla, estaba atada a la corona española.
El frente del obelisco, donde está situada la placa conmemorativa da al occidente. El monumento, es el único que no ha sido desplazado de su sitio original en las reorganizaciones ejecutadas en 1925 bajo la administración de Méndez Peñate y en 1959, por las autoridades revolucionarias.
En 1886, el cuadrilátero donde fue situado el obelisco estaba rodeado de la pavimentacion hecha durante la reorganización de la plaza llevada a cabo durante la alcaldía de Rafael Tristá.
Cuando la plaza fue reconvertida en parque republicano, el monumento quedó situado dentro de una jardinera cuadrada, las esquinas chanfleadas otorgándole una visión octogonal. Con la reorganización del parque en 1959, el obelisco fue sobre elevado aumentando la altura de la base original, y quedó rodeado del espacio verde diseñado en el ángulo noroeste del parque.
El obelisco es un hermoso gesto de gratitud representado en un monumento, un monumento para toda la vida, si nos fijamos que se porta bien, que el tiempo y la lluvia no han hecho mella en él. Sin embargo, no puede descuidarse. No me refiero al descuido por falta de mantenimiento, y el que requiere es de limpieza. Me refiero al descuido por despreocupación ciudadana. Cuando los padres en lugar de educar, de enseñar a apreciar un monumento a sus hijos, los dejan jugar, correr, tocar y subirse al monumento, como si fuera un banco más, la base sobre la que se levanta. Las barras y pilares son la cerca que protege al obelisco, y no columnas de reposo para, sea cual sea el pilongo o foráneo que las vea como tal. A quién corresponde la salvaguarda del patrimonio que encierra en sus predios el parque Vidal? ©cAc-2019 Texto original publicado en noviembre del 2008.


[2] El segundo benefactor de Santa Clara, Hurtado de Mendoza.
https://santaclarabycac.blogspot.com/2008/11/el-segundo-benefactor-de-santa-clara_27.html

viernes, 22 de noviembre de 2019

Gloriosa Santa Clara


Gloriosa Santa Clara fue el nombre dado por las familias remedianas fundadoras que se encomendaron a la Virgen Santa Clara de Asís para obtener su protección. Corría julio de 1689. Pasaron ciento setenta y ocho años para que en 1867, la reina Isabel II le confiriera el título de ciudad a la villa de Villaclara y once años más tarde, al dividirse la Isla en seis provincias, el teniente Gobernador general se refiere a la ciudad de Santa Clara, como la capital de la provincia del mismo nombre y que ya se conocía como Las Villas, territorio del Departamento Central, que entre 1851 y 1878, había sido suprimido y unido al Departamento de Occidente[1].
Con el nacimiento de la República en 1902, la provincia de Santa Clara se oficializó, y no fue hasta 1940 que recobró el de Las Villas. Santa Clara siguió siendo la capital, como también lo siguió siendo cuando en 1975, el gobierno diseñó una nueva división político-administrativa y Villaclara se convirtió en una de las tres provincias centrales del país. Santa Clara capital se enorgullece de estar situada a solo 33 kilómetros del centro geográfico de la isla.
Fundada en la Loma del Carmen, extendida hasta la Loma de Belén y protegida por la Loma del Capiro, Santa Clara se deja acariciar por el Cubanicay y el Bélico que de sur a norte atraviesan la ciudad y vierten sus aguas en el río Sagua la Grande.
Los muchachos de la época de mi padre conocieron un río Bélico limpio donde, en la segunda mitad del siglo XIX, la benefactora de la ciudad, Marta Abreu, hizo construir cuatro lavaderos públicos para las mujeres pobres de la ciudad[2].
La ciudad vio acelerar su desarrollo al ser enlazada por ferrocarril, primero con Cienfuegos y más tarde con La Habana y la villa de Sagua la Grande. Es la época en que Marta Abreu, hace construir el teatro La Caridad en el sitio donde estaba la ermita de la Candelaria y muchas otras obras de benéficas en la trama urbana de la ciudad.
En la década del veinte, Gerardo Machado y Morales, villaclareño y presidente de la República, aportó progreso y modernidad a Santa Clara, que vio adoquinar sus calles, mejorar el alumbrado público y dotarse de una red de acueducto y alcantarillado. La carretera Central, atravesaría la ciudad del oeste al este dejando ver a su derecha uno de los más sólidos edificios de la época: el Palacio de Justicia, con su Parque de la Audiencia tocado al centro con el monumento erigido a la memoria de José Miguel Gómez.
La ciudad de Santa Clara no tiene encanto especial. A falta de brisa marina y de un caudaloso río, se conforma con estar flanqueada al este por la Loma de Pelo Malo, rica en mármol verde, al sur por el Cerro Calvo, que es la puerta hacia las montañas del Escambray, y al suroeste por La Melchora, la loma que anuncia que casi ya entramos en la ciudad. Sin olvidar la del Capiro, loada y cantada por bardos de la villa.
Mi “pueblo” está bañado de un eclecticismo que no permite definir una línea arquitectónica. Lo poco colonial que permanece en pie se imbrica con todas las renovaciones hechas a lo largo del siglo XX, y éstas lloran entre olvidos y abandonos. Pero ese eclecticismo la hace hermosa y señorial. La estrechez de sus aceras, empuja al pilongo a bajar a la calle y a veces, hasta olvidarse del mundo. Pueblo pilongo, aunque nunca haya sido bautizado.
Las edificaciones, excepto en los alrededores del parque Vidal, no tienen soportales para protegerse del sol. Santa Clara vive entre luces, sombras y atardeceres rojizos, púrpura y naranja en dirección a La Esperanza. Caminando por sus calles apenas nos damos cuenta de sus modestos balcones con balaustres y escasos guardavecinos. Sin embargo, las grandes ventanas con sus rejas en hierro forjado atesoran secretos detrás de sus postigos, y los aleros estrechísimos cobijan una población de gorriones que vigilan el ir y venir de la gente.
Curiosamente, la ciudad llama parques a sus pocas plazas, y éstos no abundan en el perímetro urbano. El parque Vidal, que fue la plaza Mayor de nuestros ancestros, acapara toda la atención. Paso obligado en la vida cotidiana, el parque dispone de anchos paseos con bancos, palmeras y viejos árboles que llegada la noche se llenan de totíes, que buscan amparo citadino. En el centro del parque, la glorieta acoge la Retreta Municipal, una tarde-noche a mediados de semana. Frente al teatro, una fuente casi siempre seca donde todos nos metimos cuando pequeños: la fuente del niño de la bota. La estatua en bronce, comprada en Nueva York en una casa de antigüedades, en los años veinte, es el símbolo de la ciudad.
Yo no conocí la Parroquial Mayor que estaba construida en el cuadrante sureste del parque Vidal y demolida en 1923, el año en que nació mi madre; tampoco conocí La Nueva Cubana y el Hotel Cataluña cuyo edificio art déco fue demolido para en su lugar levantar Los Piragüitas, muestra de la arquitectura revolucionaria de los 60, como lo es la heladería Coppelia, edificada en la necesaria Plaza del Mercado, un edificio de tres pisos lleno de comercios que los de mi generación no conocimos.
Alrededor del parque se levanta, además del teatro, el Instituto de Segunda Enseñanza, el Ayuntamiento que alberga la emisora radial CMHW, el Gobierno Provincial que es la Biblioteca Martí, con su flamante Salón de los Consejos, el colonial Museo de Artes Decorativas y por mucho tiempo el único edificio alto de la ciudad, el Gran Hotel devenido Santa Clara Libre, entre el inmueble del Banco y el elegante Liceo de Villa Clara que fue inaugurado en 1927.
Cuando el viajero desciende en la Estación de Trenes, no encontrará habitación en el Hotel Suizo, convertido en albergue de los empleados del ferrocarril, atravesará el viejo parque de los Mártires y pasará frente a la antigua Escuela Normal de Maestros, lejos de imaginar que en sus muros habitan frescos de renombrados pintores cubanos ya desaparecidos[3]. Durante años los frescos durmieron ocultos por una, dos o varias gruesas capas de cal. Más adelante, subiendo la cuesta de San Pablo, tropezará con la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, en cuyo parque crece un tamarindo en el medio de 18 columnas sobre las cuales se inscriben los nombres de las dieciocho familias que fundaron la villa.
Los hoteles Central[4], Florida[5], Pasaje y el Virginia ya no son hoteles. El Hotel América[6] y el hotel Modelo, lo son sin ninguna reputación, y el Brístol murió sin asistencia a pesar de estar frente al Hospital Viejo. Al caer la tarde, el parque de la Pastora que abraza en ángulo la vieja iglesia de la Divina Pastora, se llena de abuelos, niños y parejas buscando la brisa de sus frondosos árboles.
Santa Clara devino industrial a principios del 60, cuando la ciudad vio desaparecer sus pequeñas pero necesarias industrias y construyó al noroeste una industria mecánica nacional y en los terrenos del viejo aeropuerto, una fábrica de electrodomésticos diversos. Pero Santa Clara nunca ha perdido su vocación de ciudad estudiantil que le ha permitido una imagen joven y cultural intensa. La Universidad Central de Las Villas, en la periferia este de la ciudad, fue construida en pleno campo en la década del 50, y todo ese verdor le ha valido una reputación excelente, junto a sus edificios de línea moderna, la infraestructura de servicios, el central azucarero en talla reducida, el planetarium y el jardín botánico.
Como buen “pilongo”, amo Santa Clara, amo sus calles estrechas, sentarme a coger fresco en el parque y escuchar las campanadas del reloj del viejo Ayuntamiento, mirar la bruma del Bélico recostado a su malecón o chocar con su gente en días de Verbena en la calle Gloria. ©cAc-2001
Publicado en la columna El lugar donde nací…
Boletín de la Asociación del centenario de la república cubana
N° 23 Paris, noviembre 2001

[1] En Origen de las provincias actuales, pág. 407, Documentos para la historia de Cuba, Tomo III. Hortensia Pichardo.
[2] Los lavaderos públicos perdieron su razón de ser por diferentes razones, pero no han sido rescatados para darle el valor patrimonial e histórico que merecen.
[3] Las pinturas murales de la antigua Escuela Normal, luego de un proceso, primero de rescate y luego de restauración, han renacido para satisfacción de los santaclareños.
[4] Luego de muchos años de abandono, fue sometido a una profunda restauración y renovación que le ha otorgado un sello de excelencia al inmueble y al corazón urbano de la ciudad. No conozco la calidad de las prestaciones y del servicio de hotelería.
[5] Actualmente en obras para su rescate y restauración.
[6] El Hotel América, después de una restructuración, ampliación y renovación, volvió a ocupar un lugar en la lista de hoteles de la ciudad.

Todo giraba alrededor del parque...


Esta remembranza fue escrita cuando nació mi bitácora, mi cuaderno de a bordo, en un rincón profundo del barco en que navegamos, como polizontes armados de recuerdos y nostalgias, la nostalgia por la piedra y la historia.

Todo giraba alrededor del parque. Remembranzas.
Todo giraba alrededor del parque. Autos, motos y bicicletas. Ladas, Moskvitchs, polaquitos, el Cadillac blanco de mi primo Armando. Tronitrantes Berjovinas y ancestrales bicicletas. Varias rutas de ómnibus, y los refrigerados Hinos cuando traían a los peloteros para un juego en el Sandino. Camiones y guarandingas. El chivo tirando el carretón. Girando con los niños. Girando. Y nosotros. Alrededor de la estatua dedicada a Marta, la benefactora de la ciudad. Alrededor de la Glorieta, donde cada semana tocaba la Retreta municipal. Los bancos pintados de rojo esperándonos cada noche para escuchar en silencio nuestros sueños, un poema terminado al final de la tarde o un comentario a voz de susurro. Los árboles, y debajo, los bancos manchados con las cagadas de los totíes. Giraban ellos, y después de medianoche, hasta alguna lechuza atraída por el silencio inocente de los pajaritos. Casi todo estaba a la mano. En cada esquina. O a mediados de cuadra, siempre frente al parque. Vidal siempre, libertario y patriota.
La Biblioteca Martí con su espléndida Sala de los Consejos, que es la Sala Caturla, ornamentada con todos los escudos municipales de Las Villas, la provincia que nos vio nacer. El teatro La Caridad con sus frescos italianos, y sus puertas abiertas ofreciendo, evidentemente teatro, danza, ballet y también conciertos. Y los maratónicos festivales de la FEEM y de la FEU. El Salón del DOR, con alguna que otra exposición de mucho o poco interés. El Central, el hotel en altos, un espectro de hotel, y abajo, la cafetería con su largo mostrador, sus bocaditos de pasta de queso y sus refrescos naturales bien poco naturales, abierta hasta más allá de la medianoche, y en el entrepiso, el Praga, aquel bar a media luz con banquetas de vinil rojo y tragos todavía no adulterados. La antigua Cámara de Comercio, y el desaparecido banco en la planta baja, en cuyas fantasmales piezas se reunían los talleres literarios, con aquella profesora bonita que un día supimos que “se había ido”. La casona de los Carta,  convertida en Museo de Artes Decorativas, donde siempre queda la huella de Jose Paret. Y en la misma acera, protegido por el largo soportal, El Recreo, con bocaditos de pasta y aquellos refrescos de guachipupa roja. El edificio del Liceo, fundado en 1927, y ahora sede de la Casa de la Cultura con todo aquel vaivén de talleres de artes plásticas, de literatura, de grupos de danza, de canto, y no sé cuántas otras manifestaciones artísticas. Las pizzas de queso o de jamón, y las pastas (siempre espaguetis!) con salsa vitanuova roja como la sangre, en La Toscana. El edificio del Ayuntamiento, con su reloj y sus campanadas, convertido en la emisora provincial CMHW, y desde donde leímos un poema o nos entrevistaron alguna vez. El Café Villaclara, con cancha y banquetas y tortillas al plato pedidas a la orden, y el cine del mismo nombre, que reponía viejas películas, viejas como la taquillera que vendía las entradas, a 60 centavos…, y estaba el cine Camilo, en los bajos del Santa Clara Libre, que estrenaba cada lunes la película que pasaría toda la semana en la tanda de la una y treinta, la tanda de los vagos, como decía la gente, porque a esa hora sólo podían ir los que no trabajaban, los viejos y los estudiantes que no entraban a clases o que se escapaban de sus escuelas para ver el filme.
Y también estaba el Osvaldo, el pre-universitario, el pre familiarmente, construido como instituto de segunda enseñanza en 1915, lleno de chiquitas bonitas y otras menos bonitas con la falda por debajo de la rodilla y espejuelos plásticos de la óptica Cuba, y otras que transformaban los uniformes para estar a la moda…, la crema de la ciudad, los que nunca pusieron un pie en una beca, o que lo pusieron y rápido se fueron, o que los expulsaron por alguna que otra indisciplina. Ah, esa escalofriante palabra, indisciplina. El pre era un hervidero mañana tarde y noche. Durante el día, los cursos normales de décimo, once y doce grados. Aquellas clases memorables de literatura, presentadas por el más justo y noble de los profesores del Instituto, del Pre, para ubicarnos en el tiempo, el poeta Carlos Galindo Lena. Siempre ameno, jovial, fumando un puro de los de bodega, criollos, como él, como su cadencia y respiración al hablarnos, a quién escuchábamos con un respeto sin límites. Durante la noche, el pre se convertía en “la facultad”, donde mucha gente trataba de atrapar un nivel de enseñanza que abandonaron años antes. O para pasar el tiempo, hacer sociedad, conocer la novia o el futuro marido, y hasta pensar en el divorcio. Justo al lado del Osvaldo, Los Paragüitas, símbolo de los estragos urbanos de los años sesenta, con la misma oferta que las otras cafeterías, bocaditos de pasta y refrescos, y en los tiempos de bonanza, pan con mortadela y pan con tortilla. En la esquina, el palacio de las moscas, abierto las veinticuatro horas, mostrador oliendo a trapo de cocina, café claro, té y cigarros populares, cuando la cajetilla costaba un peso sesenta centavos. En la otra acera, la Pepe Medina, librería donde hurgábamos a ver si en los anaqueles encontrábamos algo que no habíamos leído, o la última publicación de la editora Huracán, siempre ofreciendo clásicos y otros autores que no se imaginaban que todavía salían de las prensas. Pero leíamos, porque aquellas maestras ya desaparecidas o casi jubiladas nos inculcaron leer, a Martí, a muchos otros, pero sobre todo a Martí. Y las meriendas en el Qué Bien, un sírvase usted que fue la meca de los panes con croqueta y refresco de limón cuando sonaba el timbre y salíamos de clases, corriendo, para comprar aquel tente-en-pie que se pegaba en el cielo de la boca.
Sentados en el parque, caminando, figurando como actores de la vida cotidiana en cada esquina, en cada inmueble, o dos o tres cuadras en los alrededores, estábamos escribiendo historias personales, poemas, cuentos, novelas y un montón de esperanzas que con el tiempo dejaron de ser verdes, pero que no marchitaron nunca. Quiero, tomando como punto cardinal, el Parque Vidal, recordar a los amigos y otros menos amigos, que integramos la brigada Hermanos Saíz, o simplemente los talleres literarios de Santa Clara. En santaclarabycAc, habrá sitio para encontrarnos todos, porque las crónicas serán piedras, muros y adoquines que todos tocamos y pisamos un día. Todo giraba, hasta convertirse en remembranzas. ©cAc-2019

martes, 19 de noviembre de 2019

La Ceibita, sitio histórico de Santa Clara


La Ceibita, sitio histórico de Santa Clara

El tamarindo que se alza en el Parque del Carmen, abrazado por el monumento a las familias fundadoras de Santa Clara, representa el centro fundacional de la tricentenaria villa. Una cubanísima ceiba fue el árbol elegido por el Club Juan Bruno Zayas para señalar y no olvidar el lugar por donde los mambises entraron a Santa Clara el último día de aquel año 1898, que marcó el fin del colonialismo español en la Isla.
Ese 31 de diciembre, el joven general del Ejército Libertador, José de Jesús Monteagudo, al mando de una división de fuerzas insurrectas, cortó la alambrada con la cual las fuerzas españolas intentaban proteger la ciudad. Terreno “sabanoso”, polvoriento y “amaniguado” aquel al oeste de la ciudad que viera entrar a los libertadores. Y “Libertadores” nombraron los villaclareños al camino viniendo de los arrabales del sur y que desembocaba en la prolongación de la calle Calvario, y que en dirección al centro fue bautizada como avenida de la Libertad, nombre que precedió al actual.
Casi dos años más tarde, en noviembre del 1900, -siendo alcalde municipal José M. Berenguer y Sed, en la confluencia del camino bien nombrado como calle de los libertadores, y la calle del Calvario, los miembros del Club Revolucionario Juan Bruno Zayas y de la sociedad Liceo de Villaclara, acordaron plantar un árbol que recordara la entrada de los mambises, que ha golpe de machete habían cortado la alambrada construida por los españoles para impedir la llegada de los insurrectos a la capital villaclareña. El árbol en cuestión, fue una ceiba. Una ceiba joven plantada en un redondel de tierra, destinada a crecer protegida por una reja de hierro de cuatro lados sostenida por cuatro columnas bajas. El Club Revolucionario, además de plantar la ceiba, agregó una tarja para recordar la plantación y el corte de la alambrada por los insurrectos. La tarja, iniciativa del Liceo, hacía parte de un proyecto de organización urbana entre el sitio donde acababa de ser plantada la ceiba y el puente “El Gallego”, construido sobre el río Bélico. El paseo arbolado nunca llegó a realizarse, sin embargo, el tramo vial desde el monumento hasta su comienzo en la esquina de la plaza y la calle Weyler fue rebautizado como avenida de la Libertad. Contaba mi abuela, -esposa y cuñada de mambises[1], que saliendo de la plaza, reunidos frente al ayuntamiento, santaclareños y veteranos de la guerra de independencia, caminaban unidos hasta el monumento, en recordación de la épica gesta. La cesación del coloniaje y posteriormente la fundación de la República en 1902, habían consolidado el patriotismo de los cubanos.
Conviene anotar que en los primeros años de la República, y luego de la desaparición física de Marta Abreu, la calle del Calvario, rebautizada avenida de la Libertad, -por acuerdo del ayuntamiento, le fue oficializado el nombre de la patricia villaclareña.
La terminación de la carretera Central (CN n°1) entre las ciudades de Matanzas y Santa Clara, el 25 de mayo de 1930, alteró el eje vial que saliendo de la plaza se extendía hacia el Oeste. La calle Marta Abreu quedó seccionada, el primer tramo hasta el desaparecido puente del Gallego, reconstruido durante la ejecución de la CN n°1, y el segundo tramo, conocido como Prolongación de Marta Abreu, doscientos metros después de La Ceibita, y que se adentra en el reparto Virginia.
Los trabajos de la carretera Central no afectaron al cuadrilátero que protegía a la ceiba, y así se mantuvo durante diecisiete años.
El modesto monumento quedó pegado a la carretera por su senda sur en dirección al Oriente, y nada más razonable, -tratándose de una vía destinada a ser el camino principal y el más moderno, de una punta a otra de la Isla, de elevar el valor monumental del sitio. En 1947, por iniciativa del entonces alcalde de Santa Clara, Juan Artiles López, el monumento fue rehabilitado y remozado. Con la renovación se aprovechó entonces todo el redondel de tierra, construyéndosele un muro enchapado con piedras, a manera de cimiento y a manera de banco, profundo como para poder sentarse y descansar, y encima un muro más estrecho sobre el cual fue instalada una reja de hierro forjado, -muy parecida a la utilizada en la protección original, empalmada a siete columnas, dos de las cuales sirviendo de acceso al interior del monumento, provisto ésta vez de una verja de hierro, y dando a la carretera Central. Originalmente no se le concibió iluminación utilizando lámparas, pero sí un asta suficientemente alta como para que la bandera cubana pudiera ondear sin trabas. En la acera al exterior del carrusel, fueron colocados bancos, cuyo asiento era de granito.
Delante de la ceiba, y con frente a la carretera, fue colocado un segundo monumento, a la memoria del general José de Jesús Monteagudo, cuyo rostro esculpido en bronce es de la autoría de la reconocida artista cubana, Rita Longa. El mambí da la espalda al otrora camino como si siempre estuviera entrando en Santa Clara para hacer huir a sus opresores. La talla está incorporada sobre un muro delgado en cuya base fueron colocadas, la tarja del monumento primitivo y aquella que marca la restauración hecha en 1947.
El sitio de La Ceibita, que fuera un día suburbano, y más tarde paso obligado al atravesar la isla y por ende atravesar la ciudad, ha visto pasar todos los periodos republicanos e históricos de la Isla. Hoy día, el monumento vegeta mientras los que pasan, lo hacen en una sola dirección. La trama vial ha sido transformada, aunque no tanto el paisaje urbano. Menos visible, y de cierta manera, más abandonado. Y no es que me aferre a detallar siempre problemáticas que tienen que ver con el patrimonio, es que si no se atienden, se convierten en un verdadero problema, a la vista y conocimiento de todos, pero sin reclamo ciudadano. La ceiba estaba destinada a crecer, y creció hasta convertirse en el hermoso árbol que marca la ruta de los Libertadores. Evidentemente, los muros podían ser el blanco del progreso de las raíces, que en una ceiba son de talla importante. Una fisura es visible en la parte izquierda del muro en sus dos niveles. El asta para la bandera, desapareció, (por qué fue suprimida el asta?) como desaparecieron los bancos exteriores (a quién podía molestar los bancos?). En una época no lejana fueron incorporados faroles colgados de brazos introducidos por perforación en los cinco muros que sostienen las rejas. La verja de entrada en hierro no tiene seguridad, -un candado es suficiente y no arruina el presupuesto de la ciudad. A la verja de entrada le falta un elemento inferior. Sobre el rostro del patriota quedan manchas de la última pintura (cal blanca?) que le dieron al monumento. No creo que se haya hecho un estudio a profundidad de la iluminación adecuada para un sitio en el que prevalece lo natural, y donde no era necesario incorporar farolas. Actualmente no queda un solo farol colgado, y los brazos no son más que un elemento que afea al monumento. Si observamos además, el estado de limpieza del sitio, y me refiero al interior de los muros, nos percatamos que existe abandono, en gran medida por la falta de civismo ciudadano. Mucha gente, -y me refiero a los que tiran bolsas con desechos,  confunden un lugar histórico con basurero. Siendo la ceiba un árbol esencial en los rituales del panteón Yoruba, se puede encontrar a los pies de nuestro árbol en cuestión, ofrendas y atributos de la santería. No es basura evidentemente, pero tratándose de un sitio público y normalmente cerrado, no debería ser utilizado para depositar esas ofrendas. En mi opinión, la fe no debe tener barreras, entonces, por qué no caminar lejos, con fe, y depositar en otras ceibas las susodichas ofrendas?  En resumen, hay un abandono que puede ser solucionado, educando, emplazando a esas personas a llenarse de civismo ciudadano y respeto a si mismo, multando a los infractores, y el abandono que puede resolverse con el mantenimiento y la conservación periódica. Qué piensan las autoridades de patrimonio, los historiadores y las autoridades que dirigen la ciudad, el municipio y la provincia? El patrimonio es de todos y la memoria histórica no puede echarse a menos.  ©cAc-2019
Esta crónica que pretende recordar un monumento y a un patriota, fue publicada en este mismo blog en febrero del 2010, utilizando soportes visuales de archivos de colección, y fotos tomadas en el 2009, por su autor©cAc


[1] Gonzalo y Alfredo Casanova Rojas

lunes, 18 de noviembre de 2019

Monumento a Ramón Leocadio Bonachea (1845-1885)


Ramón L. Bonachea (Sta Clara 1845 – Santiago de Cuba 1885)
Santa Clara cuenta entre sus monumentos, aquel que fuera erigido a la memoria de Ramón Leocadio Bonachea, hijo de la villa e incansable patriota por la independencia. No pretendo utilizar la página para escribir su biografía, sin embargo, no sería justo hablar del monumento en cuestión, si no nos detenemos en algunos pasajes que hicieron remarcable a este hombre, que no cejó en sus empeños libertarios. Fue de los primeros en incorporarse al Ejército Libertador en 1868, con sólo 23 años. Al término de la guerra de los Diez Años, el coronel mambí no capituló y se opuso al pacto firmado en el Zanjón, en 1878. Ascendido a general, continuó guerreando con sus hombres hasta que las fuerzas lo acompañaron. Bonachea es el principal firmante de la Protesta de Jarao, que fue su oposición pública a la paz del Zanjón. Su protesta la llevó a cabo en Jarao, una localidad espirituana de la región central. Marchó al exilio para seguir trabajando por la independencia, y una vez organizado con hombres y armas, regresa a la Isla y desembarca por el sur oriental, viniendo desde Jamaica. Los expedicionarios fueron apresados al desembarcar, y el general Bonachea fue pasado por las armas en marzo de 1885 en el fuerte militar del castillo del Morro santiaguero. 
 
El monumento al patriota villaclareño es obra del escultor I. Córdova, a iniciativa del doctor Alfredo Barrero, venerable maestro de la Logia Progreso, que tuvo a su cargo el patronato de la obra. A partir de 1949, la Comisión “In Memoriam Eduardo Machado Gómez” tuvo a su cargo impulsar la contribución para sufragar los gastos del monumento erigido al insignie patriota, a través de bonos por la suma de cincuenta centavos, uno y cinco pesos. Cabe recordar que el Grupo de los Mil, habituado a invertir en obras de la ciudad, también participó en el sufragio del monumento.
El monumento, como está inscrito en la tarja situada en el pedestal, quedó develado en diciembre de 1952.
El busto del guerrero, esculpido en bronce, mira al oriente y reposa sobre un pedestal compuesto por cinco cantos de piedra de talla, en el cual fue colocada la placa alusiva al patriota, también realizada en bronce. A la izquierda del pedestal, y a su misma altura, el artista encargado de la obra esculpió una figura femenina en alusión a la Libertad, a la vida, que le fue truncada al hombre, patriota y mártir. La figura, cuya mano derecha sostiene el escudo de la ciudad, y la izquierda ofrece flores u hojas alusivas a la paz o a la entereza, puede interpretarse como su patria chica que fue Santa Clara. La pieza esculpida y el pedestal reposan sobre un basamento de tres niveles.

La pieza monumental está situada en el extremo más ancho del cuchillo que forman las calles Virtudes (Carlos A. Pichardo) y Prolongación de Independencia, y que corta en dos la calle Independencia, un sector urbano que se formó a lo largo de las etapas tercera y cuarta de la evolución urbana de Santa Clara. Originalmente, el monumento fue concebido con una cerca de hierro forjado. Por la solidez de su construcción, no es un monumento que sufre deterioro, pero si abandono del sitio en que se levanta. El área tiene aspecto de terreno yermo, en lugar de césped verde, hierba seca, cortada a ras del suelo, y que los muchachos que viven en los alrededores utilizan como terreno de juego. Dos lámparas están incorporadas, una delante a la derecha y otra detrás a la izquierda, así como un tubo con su base a manera de porta bandera. Observando una foto del 2005 y otra del 2009, se aprecia que los dos faroles fueron cambiados, y que el tubo de sostén así como la base, fueron pintadas. Mi observación va dirigida a la pintura utilizada en ambos momentos de mantención, que si bien son una protección contra el tiempo y la corrosión, decididamente son obra de la poca reflexión en el trabajo de conservación, pues tanto el verde usado en los tubos en el 2005 como el azul cielo usado más tarde en las bases, son colores demasiado poco compatibles en un área falta de atención. El mambí villaclareño merece un entorno a la altura de su patriotismo, como igual merece que una calle de la ciudad sea bautizada con su nombre[1]


[1] Comenzando la República, a proposición de concejales, alcaldes y fuerzas vivas de la sociedad, fueron rebautizadas muchas calles de Santa Clara. La calle conocida como Paradero, en las inmediaciones de la estación de ferrocarriles, fue rebautizada con el nombre del patriota Ramón Leocadio Bonachea. La calle con uno u otro nombre no es conocida por las nuevas generaciones de santaclareños. ©cAc-2019

Esta crónica que pretende dar luz a un monumento y a un patriota, fue publicada en este mismo blog en febrero del 2010, utilizando soportes visuales de archivos de colección, y fotos tomadas en 2005 y 2009, por su autor©cAc


jueves, 14 de noviembre de 2019

Parque & Tristá (Esquinas de Santa Clara)


La esquina que hoy conocemos como Parque & Tristá (Rafael Tristá), fue en los primeros años de la fundación, la esquina desde donde comenzaba la calle Paso Real del Río, yendo hacia el Oeste. La plaza era polvorienta. El terreno mercedado sirvió primero para levantar una vivienda, que con los años fue cambiando su aspecto, incluso además de vivienda, sirvió de comercio, pues ese tramo de calle hasta la plaza, era conocido por las bodegas, menestrales y otros negocios, como lo fuera la primera barbería del villorrio.
Hacia finales del siglo XIX, la finca urbana había evolucionado, y la esquina mostraba un caserón con portal a la usanza colonial, con una caída de agua bien pronunciada. El valor terreno del sitio no era desconocido por sus propietarios, y la esquina devenida Plaza Mayor y Santa Clara (nombre de la calle que precedió al de Tristá), era una dirección céntrica, en una plaza donde se erguían en ese final de siglo, el Teatro La Caridad y la iglesia Parroquial Mayor, y en los alrededores, numerosos comercios. La plaza era el símbolo del ocio y el recreo provinciano. Las puertas del caserón colonial y el pórtico de la iglesia se miraban mutuamente aunque las primeras recibieran antes que la fachada del recinto religioso, la claridad del amanecer.
Al desgajarse Cuba como perla de la Corona española en 1898, y con el advenimiento de la República en 1902, Santa Clara comenzó a desgajarse ella, del letargo colonial. Alrededor de la Plaza Mayor, los inmuebles coloniales, rehabilitados mayormente en el curso del siglo XIX, iban adoptando nuevas tendencias, quizás tardías, en su comunión con la arquitectura.
En 1905, un año antes del término de la presidencia de Tomás Estrada Palma, y presidido el ayuntamiento por Enrique del Cañal, la esquina santaclareña vió levantarse el primer edificio neoclásico del corazón urbano de la ciudad. El Banco Nacional de Cuba hizo del inmueble su sucursal en Santa Clara.
Dos años después, en 1907, durante la intervención norteamericana (1906-1909), la sucursal del Banco Nacional de Cuba cedió el inmueble a un banco estadounidense. The National City Bank of New York inscribió su nombre en la parte superior de la fachada del edificio santaclareño.
The Royal Bank of Canada, que se llamó Merchants Bank al fundarse en 1864, adoptó su nombre actual en 1901. En plena expansión al final del siglo XIX, aprovechó el inicio de la era republicana de Cuba para instalarse en la Isla. La implantación de una sucursal del banco en Santa Clara data de principios de la primera década del siglo XX. Para entonces, el banco ocupaba la planta baja del edificio en la esquina de Parque y Marta Abreu, teniendo como vecinos en la planta alta, a la Cámara de Comercio de Santa Clara.
Con el cierre de la sucursal de The National City Bank of New York, el The Royal Bank of Canada trasladó sus oficinas al elegante edificio de Parque y Tristá.
Originalmente el edificio fue concebido como una planta cuadrada. Elegante fachada neoclásica, con un soportal alto sostenido por ocho columnas de estilo corintio. A cada lado de la puerta principal, apliques importados de Europa, del mismo estilo de los que vemos en los bancos que surgieron en La Habana, o los grandes bancos neoyorkinos o europeos.
El banco recibía iluminación natural y ventilación por sus cinco ventanas dando a la calle Santa Clara, realzadas por pilastras y frontones triangulares. Del lado derecho, un patio hacía de frontera con el edificio colindante, y entre ambos inmuebles una verja en hierro forjado, y una puerta de acceso, tal como todavía podemos apreciar.
Todo parece indicar que por necesidad de espacio, el banco se agrandó más tarde, -antes de 1952-, pero mantuvo el estilo neoclásico inicial, así como la verja, creando una especie de caja de luz y aire para las oficinas instaladas de ese lado.
Gris desde su inauguración, dejó de serlo con la nacionalización de la banca en 1961. The Royal Bank of Canada fue suprimido de la fachada justo debajo del frontispicio, mezcla de templo griego y cornisa con balaustres.
El edificio, banco siempre, nacional y de Cuba, pero lejos de ser un banco tradicional, se dedicaba a transacciones internas y de empresas. El inmueble fue languideciendo con el paso de los años, y comenzó a cobrar actividad cuando en 1983 abrió al público como una caja para depósitos y extracciones pertenecientes al Banco Popular de Ahorro. Al cabo de veinte años, un cierre temporal, algunos trabajos y pinturas, y un nuevo nombre en su fachada. En amarillo oro sobre rojo, quedó inscrito el nombre del nuevo inquilino: Banco de Crédito y Comercio, con licencia autorizada por el Banco Central de Cuba (BCC), creado en 1997 y que sucediera al Banco Nacional de Cuba, fundado en 1948.
Sólida construcción, y por esa razón, columnas, volutas, rosetones, estrágalos y hojas de acanto han sobrevivido a los abandonos, la humedad y a las funestas rehabilitaciones. La escocia, el bocel y el bocel intermedio de las columnas fueron realzados, como otros ornamentos del edificio, con los colores que distinguen las sucursales de BANDEC.
La estructura general del inmueble se porta bien, -fue construido para que durara-, es vivo por sus colores amarillo crema y rojo burdeos, pero si escrutamos, podemos apreciar un cierto descuido (abandono, poco mantenimiento?) por ejemplo, el pedazo que falta en el basamento superior, al lado de las columnas del extremo izquierdo.
En alguna renovación posterior al 1959, el banco perdió sus puertas y ventanas de madera originales para integrar aluminio y vidrios que desgraciadamente atentan contra la estética y la elegancia del edificio. Vecino del otrora Hotel Florida, -ahora en plena remodelación después de tanto abandono y deterioro, pensamos que una vez terminada la obra, habrá que sacudir el polvo de la fachada del banco y repensar en cómo darle el brío con una renovación de su marquetería. Y habrá que educar (y multar sustanciosamente) a los noctámbulos que vacían sus vejigas medio ocultos y otros nada ocultos, detrás de sus columnas. El patrimonio urbano de Santa Clara merece respeto, porque el patrimonio es de todos. ©cAc-2019.